Volver a oír, una y otra vez, I will survive cantada por Gloria Gaynor mirando nuestra foto es
regresar a aquella época en la que te conocí. Prefiero oírla en inglés porque
fue la primera versión que escuché. Ahora después de tantos años, con ese fondo
musical, se me enredan los sentimientos. Todos, menos arrepentimiento. Te dije
desde el principio: «solo te pido honestidad». Te puse a prueba y fallaste.
Perdimos los dos, no sé cuál de los dos perdió más.
Todo empezó cuando llevaba dos meses
de graduada en la universidad. Dijeron que había una vacante en una gran
empresa. Llené la solicitud, entregué los documentos que exigieron y presenté
la entrevista. Logré el empleo. No necesité «padrino». Lo primero que hice fue
el Curso de Inducción. Ese día esperaba conocer a mi jefe, eras tú, pero me
informaron que estabas hospitalizado. Por discreción no pregunté la causa y
como en las oficinas se comentan los sucesos supe que tenías una fuerte crisis
alérgica. Otras personas se encargaron de darme las primeras orientaciones y
tres días después, cuando llegaste, ya estaba familiarizada con el ambiente y
con el trabajo. Desde el momento en el que nos presentaron hubo empatía. Tu
manera de ser, amable y simpática, se había ganado el afecto y el respeto de
los demás empleados. Los compañeros decían que tenía mucha suerte al iniciar mi
experiencia laboral con una persona como tú.
Ese fin de semana cuando salí a
conversar con mis amigas, todas querían saber detalles de mi jefe. Les dije que
eras unos pocos años mayor que yo, atractivo, alto y de buen físico. Después me
enteré que ibas al gimnasio todos los días. Tenías la elegancia del ejecutivo
bogotano. Solo tenías un pero. Eras casado.
Poco a poco nuestra relación se fue
haciendo más cercana. La hora del almuerzo era un espacio en el que todos,
empleados y operarios, compartíamos las mesas del comedor; no había
discriminación. Muchas veces coincidíamos en la mesa; y esa cercanía permitía
conversaciones personales. Así nos enteramos de que tenías problemas con tu
esposa. Tuviste un noviazgo largo y cuando empezaste a trabajar decidieron casarse,
pero una cosa era ser novios y otra, muy distinta, la convivencia diaria. Tu
esposa, decías, era exigente, desordenada y excesivamente dominante. Era muy
bonita y ocupaba un cargo importante en una entidad bancaria. No tenían
problemas económicos, pero el amor se había desvanecido.
Una noche, después de una reunión
general de la empresa, algunos compañeros salimos a tomarnos una cerveza a un
restaurante cercano; finalmente nos quedamos solos y te ofreciste a acercarme a
mi casa. Yo llevaba un tiempo viviendo sola, como había sido mi gran sueño: la
independencia. A los pocos días propusiste acompañarme a correr al parque al
que yo iba los fines de semana. Sin proponérnoslo ese encuentro se volvió
rutina. Los domingos, a las siete de la mañana, salía a encontrarme contigo y a
hacer ejercicio. Un día, al regreso, te invité a tomar jugo en mi casa.
Te gustó el ambiente, dijiste que te
sentías bien y durante la conversación comentamos la atracción que había entre
los dos. Al revelarnos nuestro sentimiento te expresé mi cautela ante la
relación con un hombre casado. Te pedí discreción. No quería comprometer mi
trabajo con mi vida personal. Era mejor tomar distancia y, si realmente estabas
interesado en una relación formal conmigo, debías hablar sinceramente con tu
esposa y pedirle el divorcio. Situación que no se hizo esperar. Creo que fui el
detonante que necesitabas para tomar esa decisión. Afortunadamente no tenías
hijos, eso hizo más fácil tu separación.
Así se formalizó nuestra relación. Te
convertiste en mi amigo, en mi amante y en mi jefe. Con frecuencia dormías en
el apartamento y siempre estábamos juntos. La mayoría de nuestros gustos
coincidían. Por las noches salíamos a comer, a cine y a conciertos. Los fines
de semana montábamos en bicicleta o nos íbamos a pasear a poblaciones cercanas.
Durante unos meses preferimos
mantener en reserva nuestra relación en la oficina hasta cuando te anunciaron
el traslado a la seccional de Santa Marta. Era una gran oportunidad laboral
para ti. Decidimos que irías a ubicarte y si realmente te gustaba la ciudad,
pensaríamos la posibilidad de solicitar mi traslado. Mi petición fue rechazada
y nos encontramos ante la disyuntiva de mi renuncia o de continuar separados.
Esta última opción era inviable. Estábamos tan enamorados que era imposible
pasar un día sin vernos. Decidimos casarnos.
Conseguiste una casa linda en El
Rodadero, con una preciosa vista al mar. Desde que la vi sentí que era el lugar
idílico para iniciar una vida de pareja. Los primeros días los invertí en organizar
nuestro «nido de amor», aunque siempre pensaba en que quería trabajar. La
experiencia de tres años en una gran empresa me mostró los beneficios del
desarrollo personal que se tienen al trabajar, de modo que cuando me ofrecieron
un empleo en una multinacional no dudé en aceptar. Dos o tres veces por semana
debía salir de la ciudad. Salía en la mañana y regresaba en la tarde y tú casi
nunca tenías tiempo para almorzar en casa. Eso facilitó las cosas.
Llevábamos cuatro años de una gran
armonía. Pensamos que ya era tiempo de buscar nuestro primer bebé; lo haríamos
con calma, sin apresurarnos. Una tarde llegaron unos amigos de Bogotá, sabían
que en el día no podíamos salir con ellos, pero en las noches íbamos a comer o
a tomarnos unos tragos. Ese sábado programamos la ida a la playa, pero en la
mañana, muy temprano, me llamaron de la oficina. Se presentó un inconveniente y
era necesaria mi presencia, por lo menos durante la mañana. Te propuse que te
fueras con nuestros amigos, yo iría más tarde. Ya conocíamos la parte de la
playa que nos gustaba y luego iríamos a almorzar a un restaurante cercano.
Me apresuré a resolver los problemas
de la empresa y llegué a la playa alrededor de las once de la mañana. Mientras
parqueaba el carro vi que conversabas con un grupo de jóvenes. Me dio la
impresión de que nuestros amigos te hicieron caer en la cuenta de que yo me
acercaba. Te despediste del grupo y esperaste a que yo llegara. Dijiste que
eran unas muchachas argentinas que estaban de paseo en Colombia. Tuve una
cierta corazonada desagradable.
Un tiempo después empecé a notar
situaciones raras. Siempre dijiste que no te interesaba el trabajo en el
computador, que solo lo hacías por compromisos laborales y por eso nunca lo
usaste en casa, pero empezaste a utilizarlo en las noches. Cuando manifesté mi
extrañeza ante ese cambio dijiste que habías estado fuera de la oficina y como
tenías tanto trabajo no habías tenido tiempo para revisar correos de clientes.
Esa información la requerías para tus actividades del día siguiente. Lo entendí
porque yo acostumbraba a leer los correos de mi familia y de mis amigas en las
noches.
Ese cambio de actitud tuyo se
intensificó y más de una vez me acosté a dormir y te quedaste «leyendo
noticias». Hasta un domingo inolvidable que tuviste que salir a trabajar. Me
quedé sola; almorcé, dormí un rato y luego decidí enviar algunos correos.
Cuando terminé, tuve una catastrófica idea: abrir el tuyo. Nunca lo había
hecho. Me consideraba una persona respetuosa de la vida privada de los demás;
sin embargo, me picó la curiosidad. Sabía tu dirección electrónica, pero no
sabía tu clave. Se me ocurrió escribir el número de tu cédula y ¡pluf! lo abrí.
Dudé un momento entre leer o no leer, pero un nombre de mujer, Marcela,
repetido muchas veces llamó mi atención.
Leí el último correo. Ella te contaba
que la noche anterior había estado en una confitería con unos amigos. Te decía
que te había recordado y que hubiera querido que estuvieras a su lado. El
mensaje era bastante cariñoso y eso me motivó para seguir leyendo los demás. La
ansiedad que me generaba la lectura me llevaba a abrir otro y otro hasta que
los leí todos. Era aquella muchacha que habías conocido en la playa, el día que
estábamos con Mabel y con Rodrigo. Estuvo hospedada en un hotel y ese sábado en
la tarde fuiste a verla. Al día siguiente la invitaste a almorzar y el lunes la
acompañaste al aeropuerto cuando regresó a Buenos Aires con sus compañeros de
excursión. A partir de ahí hubo una comunicación permanente. Ella te contaba lo
que hacía, lo que estudiaba (era universitaria) y los lugares a donde iba. Tus
correos eran más cortos. Le hablabas de tu vida laboral, algunas veces le
contabas de tus viajes, pero siempre eras muy cariñoso. Con frecuencia le
manifestabas tu deseo de volverla a ver.
Después de leer todos los correos
quedé como clavada en la silla. No era capaz de moverme. No podía llorar.
Sentía la cabeza caliente, la cara me hervía y el resto del cuerpo lo tenía
helado. Volvía a leer los enviados, los recibidos y en cada uno confirmaba la
atracción y el sentimiento romántico expresado por los dos durante esos tres
meses. También me di cuenta de que algunas noches chatearon. Empecé a atar
cabos. Yo había presentido que algo pasaba. Mi intuición femenina no había
fallado. No sé cuánto tiempo estuve ahí, leyendo, releyendo. Hasta que me pude
poner en pie. No sabía qué hacer, caminaba por toda la casa; parecía enjaulada.
Me faltaba el aire, quería gritar, llorar, morirme.
Decidí servirme un trago de whisky
del que tenías en el bar. Me lo tomé con sed, todo de una vez. Serví otro y lo
tomé más despacio. Me asomé a la ventana y miraba sin ver. Tenía la cabeza en blanco,
no podía pensar. Salí a caminar por la playa y terminé corriendo y llorando.
Cuando me sentí agotada descansé en una banca y frente al mar decidí que no te
iba a decir nada. Iba a esperar a serenarme y luego tomaría una decisión. Al
llegar a casa ya habías llegado. Me notaste un poco rara, te dije que estaba
cansada del ejercicio. Me creíste.
A partir de ese día mi vida cambió.
Veía tu infidelidad en todos tus movimientos, en todas tus conversaciones. Tuve
que hacer un gran esfuerzo para aparentar tranquilidad. Hasta cuando hacíamos
el amor pensaba que preferías hacerlo con ella. Una noche, en medio de mi
desvelo, tuve una desastrosa idea: interceptar la comunicación entre ustedes
dos. Averigüé cómo hacerlo y un fin de semana que tuviste que viajar a Bogotá
le envié un correo a ella, con una nueva dirección. En él tú le decías que tu
esposa había leído los correos y que, por lo tanto, habías tenido que abrir una
nueva cuenta para escribirle y decirle que era necesario terminar la relación.
Escribí un correo muy emotivo en el que le agradecías todos los sueños que ella
te había despertado, pero que era necesario olvidarse. A ti te escribí también,
desde un nuevo e mail (haciéndome pasar por ella) y te dije que se había
bloqueado el correo y que de ahora en adelante te escribiera a esa nueva
dirección. Así pasé a ser tu enamorada argentina. Copié todos los correos que
ella te había enviado para imitar su estilo y empezó todo…
Con frecuencia en mi oficina abría
ese correo para leer lo que tú le habías escrito. Tú contestabas en el mensaje
que ella te enviaba, eso facilitó mi lectura. También abría tu correo original
y tenía especial cuidado de comprobar que no estuvieras en tu oficina en ese
momento. Esa persecución se volvió un tormento. Muchas veces, cuando tenía que
salir de la ciudad o de la empresa, entraba a los sitios de Internet para abrir
el correo y leer los mensajes que tú le enviabas a ella. Esa comunicación
contigo fue subiendo de tono porque la tuya también era, cada vez, más
expresiva. Mi estado emocional se alteró completamente. Nuestra relación se
enfrió, es posible que mi estado de ánimo también influyera, aun así, te veía
contento. Todas las noches mirabas tu correo y escribías notas cariñosas,
enviabas tarjetas dicientes. Estabas enamorado.
Yo perdí el apetito, el interés por
el trabajo y por todo en general. Solo quería estar al frente de un computador.
Con frecuencia te preguntaba por nuestra relación; tú decías que estaba bien.
Alguna vez te pregunté si había otra persona que te interesara y siempre
negaste. El día que te preguntaba me traías un regalo, un chocolate o me
invitabas a comer. Percibía una cierta sensación de culpa en esos detalles. Sentí
que esa situación ya no la podía aguantar más. Lloraba con frecuencia, bajé de
peso y hasta perdí el interés por la ropa. Me ponía cualquier cosa con tal de
salir rápido de la casa; a veces hasta ni me maquillaba. Todos notaron mi
cambio.
Creí que se había llegado el momento
de separarnos. Tu infidelidad era insoportable, hasta que un día, conversando
contigo, dijiste que me notabas un poco cansada y sugeriste que pidiera una
licencia y me fuera un tiempo para Bogotá, tal vez el cambio de clima y la
cercanía con mi mamá y con mis hermanas me haría bien. Yo pensé que tú estabas
buscando alejarme para poder comunicarte más tranquilamente con tu enamorada.
Viajé a Bogotá, allá fue peor. Mis
hermanas salían a trabajar y yo me quedaba con mi mamá y con su empleada. No
acepté invitaciones ni visitas. Mi familia comentó que me había vuelto adicta
al computador. Solo de vez en cuando veía un programa de Nat Geo, sobre fauna.
Es asombrosa la forma de defenderse y de atacar que tienen los animales. Una
tarde presentaron un documental sobre avispas. Me impresionó su imagen. El
cuerpo es igual al de los demás insectos, pero el color cambia dependiendo de
la especie. Esta era de un amarillo oscuro, casi anaranjado, con manchas
negras. Seis patas y cuatro alas; dos antenas delgadas, negras, unidas a la
cabeza, dos grandes ojos compuestos y mandíbulas que utiliza para morder en el
ataque, en la defensa y en la alimentación. Esos eran los únicos momentos en
los que dejaba de pensar en lo mismo.
La situación era insostenible y la
propuesta que le hiciste a Marcela me disparó. Le dijiste que querías verla y
que la invitabas a pasar unos días en Curazao. Tú le enviarías el pasaje y
cubrirías sus gastos. Al aceptar la invitación ella te dijo que compraría un
pasaje y que tú le compraras el de regreso cuando se encontraran. La semana
siguiente la comunicación se centró en la organización del encuentro. A mí me
dijiste que ibas a una convención. Tuviste la precaución de invitarme para
disimular la situación, pero yo no acepté y te comenté que iba a aprovechar tu
viaje para hacer uno al Amazonas.
Días antes en una conversación con la
empleada de mi mamá me contó que su hermana se iba para Estados Unidos. Al
entrar en detalles, en secreto, me confesó que ella había conseguido un
pasaporte falso porque ya una vez le habían negado la visa. Justo me dio los
datos que necesitaba sobre la forma de conseguir uno para mí; le dije que era
para una amiga de Santa Marta que iba a venir. No fue fácil conseguirlo e
implicó gastar mis ahorros. La foto que tenía era la de una mujer rubia, de
pelo corto, muy diferente a mí.
Los dos vuelos, el tuyo y el mío,
partían de Bogotá, de modo que nos encontramos allí. Mi mamá y tú me llevaron
al aeropuerto; tu avión salía al día siguiente y aprovechaste para dormir en la
casa de tus padres. Ellos te acompañaron a El Dorado. Yo viajé a Leticia porque
les dije que de allí partía mi excursión por el río Amazonas y que tenía como
base el Parque Nacional Natural Amacayacu, y eso imposibilitaba mi comunicación
telefónica. Era un recorrido de seis días. Todos comentaban que les parecía un
delicioso viaje y que nos iba a permitir el descanso, tan merecido, a los dos.
Yo sabía que tú viajabas en la mañana
a Curazao y Marcela te dijo que salía de Buenos Aires, hacía una escala en Lima
y llegaba a Curazao en la noche. Yo dormí esa noche en Leticia y al día
siguiente volé a Medellín y luego a Curazao. En el aeropuerto José María
Córdova presenté el pasaporte falso y en Curazao me hospedé en el mismo hotel,
en la habitación contigua a la que tú habías reservado. A las diez de la noche
golpeé en la puerta de tu habitación y todavía tengo en la mente tu cara de
espantada sorpresa. Aún sin cerrar la puerta mirabas para afuera como esperando
que alguien llegara.
Recuerdo que te dije: «No te
preocupes que nadie va a llegar. Tranquilízate que te voy a explicar todo».
Entré muy segura de lo que hacía. Abrí la nevera de la habitación, destapé una
botella y serví dos tragos. Lo necesitábamos. Tú estabas muy bien vestido,
recién afeitado y con un olor delicioso a la loción que te gustaba y que yo
siempre te regalé. Esos tres primeros tragos te los tomaste casi sin darte
cuenta. Estabas tan nervioso que no podías coordinar tus movimientos.
Con una tranquilidad inimaginable en
mí empecé a contarte, paso a paso, todo lo que había hecho en estos últimos
cinco meses. Tú no hablabas, me mirabas aterrorizado y desocupabas el vaso; yo
me encargaba de volverlo a llenar. En un primer momento te pusiste furioso, me
acusaste de haber violado tu intimidad, intentaste golpearme, pero te
contuviste. Más tarde lloraste, no sé si por rabia o por frustración. Se te
empezaron a poner los ojos rojos; siempre dijiste que más de tres tragos te
emborrachaban y eso era lo que yo buscaba.
Cuando vi que el nivel de alcohol era
superior al que estabas acostumbrado, te dije que te pusieras cómodo y te ayudé
a desvestir. Saqué de tu valija una pantaloneta, te sugerí que te quedaras sin
camiseta y te ayudé a recostar en la cama que yo ya había preparado. El impacto
emocional además del whisky que habías consumido hicieron que rápidamente te
durmieras. En ese momento saqué las avispas venenosas que había llevado en un
recipiente especial y empezaron a revolotear por toda la habitación. No
tardaron en acercarse a tu cuerpo y picarte varias veces. Quisiste levantarte,
pero la asfixia que te ocasionó el veneno no te lo permitió y caíste en el
tapete que había al lado de la cama. Observé que algunos de los insectos
quedaron debajo de tu cuerpo. Esperé un tiempo, lavé el vaso que había usado,
abrí la ventana, la dejé abierta, y me fui a mi habitación Yo me había
protegido con anticipación. En la mañana sentí que había una agitación
exagerada en el corredor. Al salir una de las empleadas del servicio me informó
que al huésped de la habitación contigua le había dado un ataque y se lo habían
llevado al hospital, pero que realmente ya estaba muerto.
Yo bajé a la recepción, pagué la
cuenta y regresé a Leticia. Al llegar a Bogotá, en el aeropuerto me esperaban
mi mamá y mis hermanas. No sabían cómo darme la noticia y yo actué como
realmente se esperaba. Me desmayé, lloré y me tomé un tranquilizante. Cuando
pude preguntar qué había pasado me informaron que te habías emborrachado en el
hotel y que, posiblemente, al sentir mucho calor, abriste la ventana, y
entraron unas avispas a las que eras alérgico.
Norha Stella Mendieta V.
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