martes, 4 de julio de 2023

Aguijones

                  

Volver a oír, una y otra vez, I will survive cantada por Gloria Gaynor mirando nuestra foto es regresar a aquella época en la que te conocí. Prefiero oírla en inglés porque fue la primera versión que escuché. Ahora después de tantos años, con ese fondo musical, se me enredan los sentimientos. Todos, menos arrepentimiento. Te dije desde el principio: «solo te pido honestidad». Te puse a prueba y fallaste. Perdimos los dos, no sé cuál de los dos perdió más.

Todo empezó cuando llevaba dos meses de graduada en la universidad. Dijeron que había una vacante en una gran empresa. Llené la solicitud, entregué los documentos que exigieron y presenté la entrevista. Logré el empleo. No necesité «padrino». Lo primero que hice fue el Curso de Inducción. Ese día esperaba conocer a mi jefe, eras tú, pero me informaron que estabas hospitalizado. Por discreción no pregunté la causa y como en las oficinas se comentan los sucesos supe que tenías una fuerte crisis alérgica. Otras personas se encargaron de darme las primeras orientaciones y tres días después, cuando llegaste, ya estaba familiarizada con el ambiente y con el trabajo. Desde el momento en el que nos presentaron hubo empatía. Tu manera de ser, amable y simpática, se había ganado el afecto y el respeto de los demás empleados. Los compañeros decían que tenía mucha suerte al iniciar mi experiencia laboral con una persona como tú.

Ese fin de semana cuando salí a conversar con mis amigas, todas querían saber detalles de mi jefe. Les dije que eras unos pocos años mayor que yo, atractivo, alto y de buen físico. Después me enteré que ibas al gimnasio todos los días. Tenías la elegancia del ejecutivo bogotano. Solo tenías un pero. Eras casado.

Poco a poco nuestra relación se fue haciendo más cercana. La hora del almuerzo era un espacio en el que todos, empleados y operarios, compartíamos las mesas del comedor; no había discriminación. Muchas veces coincidíamos en la mesa; y esa cercanía permitía conversaciones personales. Así nos enteramos de que tenías problemas con tu esposa. Tuviste un noviazgo largo y cuando empezaste a trabajar decidieron casarse, pero una cosa era ser novios y otra, muy distinta, la convivencia diaria. Tu esposa, decías, era exigente, desordenada y excesivamente dominante. Era muy bonita y ocupaba un cargo importante en una entidad bancaria. No tenían problemas económicos, pero el amor se había desvanecido.

Una noche, después de una reunión general de la empresa, algunos compañeros salimos a tomarnos una cerveza a un restaurante cercano; finalmente nos quedamos solos y te ofreciste a acercarme a mi casa. Yo llevaba un tiempo viviendo sola, como había sido mi gran sueño: la independencia. A los pocos días propusiste acompañarme a correr al parque al que yo iba los fines de semana. Sin proponérnoslo ese encuentro se volvió rutina. Los domingos, a las siete de la mañana, salía a encontrarme contigo y a hacer ejercicio. Un día, al regreso, te invité a tomar jugo en mi casa.

Te gustó el ambiente, dijiste que te sentías bien y durante la conversación comentamos la atracción que había entre los dos. Al revelarnos nuestro sentimiento te expresé mi cautela ante la relación con un hombre casado. Te pedí discreción. No quería comprometer mi trabajo con mi vida personal. Era mejor tomar distancia y, si realmente estabas interesado en una relación formal conmigo, debías hablar sinceramente con tu esposa y pedirle el divorcio. Situación que no se hizo esperar. Creo que fui el detonante que necesitabas para tomar esa decisión. Afortunadamente no tenías hijos, eso hizo más fácil tu separación.

Así se formalizó nuestra relación. Te convertiste en mi amigo, en mi amante y en mi jefe. Con frecuencia dormías en el apartamento y siempre estábamos juntos. La mayoría de nuestros gustos coincidían. Por las noches salíamos a comer, a cine y a conciertos. Los fines de semana montábamos en bicicleta o nos íbamos a pasear a poblaciones cercanas.

Durante unos meses preferimos mantener en reserva nuestra relación en la oficina hasta cuando te anunciaron el traslado a la seccional de Santa Marta. Era una gran oportunidad laboral para ti. Decidimos que irías a ubicarte y si realmente te gustaba la ciudad, pensaríamos la posibilidad de solicitar mi traslado. Mi petición fue rechazada y nos encontramos ante la disyuntiva de mi renuncia o de continuar separados. Esta última opción era inviable. Estábamos tan enamorados que era imposible pasar un día sin vernos. Decidimos casarnos.

Conseguiste una casa linda en El Rodadero, con una preciosa vista al mar. Desde que la vi sentí que era el lugar idílico para iniciar una vida de pareja. Los primeros días los invertí en organizar nuestro «nido de amor», aunque siempre pensaba en que quería trabajar. La experiencia de tres años en una gran empresa me mostró los beneficios del desarrollo personal que se tienen al trabajar, de modo que cuando me ofrecieron un empleo en una multinacional no dudé en aceptar. Dos o tres veces por semana debía salir de la ciudad. Salía en la mañana y regresaba en la tarde y tú casi nunca tenías tiempo para almorzar en casa. Eso facilitó las cosas.

Llevábamos cuatro años de una gran armonía. Pensamos que ya era tiempo de buscar nuestro primer bebé; lo haríamos con calma, sin apresurarnos. Una tarde llegaron unos amigos de Bogotá, sabían que en el día no podíamos salir con ellos, pero en las noches íbamos a comer o a tomarnos unos tragos. Ese sábado programamos la ida a la playa, pero en la mañana, muy temprano, me llamaron de la oficina. Se presentó un inconveniente y era necesaria mi presencia, por lo menos durante la mañana. Te propuse que te fueras con nuestros amigos, yo iría más tarde. Ya conocíamos la parte de la playa que nos gustaba y luego iríamos a almorzar a un restaurante cercano.

Me apresuré a resolver los problemas de la empresa y llegué a la playa alrededor de las once de la mañana. Mientras parqueaba el carro vi que conversabas con un grupo de jóvenes. Me dio la impresión de que nuestros amigos te hicieron caer en la cuenta de que yo me acercaba. Te despediste del grupo y esperaste a que yo llegara. Dijiste que eran unas muchachas argentinas que estaban de paseo en Colombia. Tuve una cierta corazonada desagradable.

Un tiempo después empecé a notar situaciones raras. Siempre dijiste que no te interesaba el trabajo en el computador, que solo lo hacías por compromisos laborales y por eso nunca lo usaste en casa, pero empezaste a utilizarlo en las noches. Cuando manifesté mi extrañeza ante ese cambio dijiste que habías estado fuera de la oficina y como tenías tanto trabajo no habías tenido tiempo para revisar correos de clientes. Esa información la requerías para tus actividades del día siguiente. Lo entendí porque yo acostumbraba a leer los correos de mi familia y de mis amigas en las noches.

Ese cambio de actitud tuyo se intensificó y más de una vez me acosté a dormir y te quedaste «leyendo noticias». Hasta un domingo inolvidable que tuviste que salir a trabajar. Me quedé sola; almorcé, dormí un rato y luego decidí enviar algunos correos. Cuando terminé, tuve una catastrófica idea: abrir el tuyo. Nunca lo había hecho. Me consideraba una persona respetuosa de la vida privada de los demás; sin embargo, me picó la curiosidad. Sabía tu dirección electrónica, pero no sabía tu clave. Se me ocurrió escribir el número de tu cédula y ¡pluf! lo abrí. Dudé un momento entre leer o no leer, pero un nombre de mujer, Marcela, repetido muchas veces llamó mi atención.

Leí el último correo. Ella te contaba que la noche anterior había estado en una confitería con unos amigos. Te decía que te había recordado y que hubiera querido que estuvieras a su lado. El mensaje era bastante cariñoso y eso me motivó para seguir leyendo los demás. La ansiedad que me generaba la lectura me llevaba a abrir otro y otro hasta que los leí todos. Era aquella muchacha que habías conocido en la playa, el día que estábamos con Mabel y con Rodrigo. Estuvo hospedada en un hotel y ese sábado en la tarde fuiste a verla. Al día siguiente la invitaste a almorzar y el lunes la acompañaste al aeropuerto cuando regresó a Buenos Aires con sus compañeros de excursión. A partir de ahí hubo una comunicación permanente. Ella te contaba lo que hacía, lo que estudiaba (era universitaria) y los lugares a donde iba. Tus correos eran más cortos. Le hablabas de tu vida laboral, algunas veces le contabas de tus viajes, pero siempre eras muy cariñoso. Con frecuencia le manifestabas tu deseo de volverla a ver.

Después de leer todos los correos quedé como clavada en la silla. No era capaz de moverme. No podía llorar. Sentía la cabeza caliente, la cara me hervía y el resto del cuerpo lo tenía helado. Volvía a leer los enviados, los recibidos y en cada uno confirmaba la atracción y el sentimiento romántico expresado por los dos durante esos tres meses. También me di cuenta de que algunas noches chatearon. Empecé a atar cabos. Yo había presentido que algo pasaba. Mi intuición femenina no había fallado. No sé cuánto tiempo estuve ahí, leyendo, releyendo. Hasta que me pude poner en pie. No sabía qué hacer, caminaba por toda la casa; parecía enjaulada. Me faltaba el aire, quería gritar, llorar, morirme.

Decidí servirme un trago de whisky del que tenías en el bar. Me lo tomé con sed, todo de una vez. Serví otro y lo tomé más despacio. Me asomé a la ventana y miraba sin ver. Tenía la cabeza en blanco, no podía pensar. Salí a caminar por la playa y terminé corriendo y llorando. Cuando me sentí agotada descansé en una banca y frente al mar decidí que no te iba a decir nada. Iba a esperar a serenarme y luego tomaría una decisión. Al llegar a casa ya habías llegado. Me notaste un poco rara, te dije que estaba cansada del ejercicio. Me creíste.

A partir de ese día mi vida cambió. Veía tu infidelidad en todos tus movimientos, en todas tus conversaciones. Tuve que hacer un gran esfuerzo para aparentar tranquilidad. Hasta cuando hacíamos el amor pensaba que preferías hacerlo con ella. Una noche, en medio de mi desvelo, tuve una desastrosa idea: interceptar la comunicación entre ustedes dos. Averigüé cómo hacerlo y un fin de semana que tuviste que viajar a Bogotá le envié un correo a ella, con una nueva dirección. En él tú le decías que tu esposa había leído los correos y que, por lo tanto, habías tenido que abrir una nueva cuenta para escribirle y decirle que era necesario terminar la relación. Escribí un correo muy emotivo en el que le agradecías todos los sueños que ella te había despertado, pero que era necesario olvidarse. A ti te escribí también, desde un nuevo e mail (haciéndome pasar por ella) y te dije que se había bloqueado el correo y que de ahora en adelante te escribiera a esa nueva dirección. Así pasé a ser tu enamorada argentina. Copié todos los correos que ella te había enviado para imitar su estilo y empezó todo…

Con frecuencia en mi oficina abría ese correo para leer lo que tú le habías escrito. Tú contestabas en el mensaje que ella te enviaba, eso facilitó mi lectura. También abría tu correo original y tenía especial cuidado de comprobar que no estuvieras en tu oficina en ese momento. Esa persecución se volvió un tormento. Muchas veces, cuando tenía que salir de la ciudad o de la empresa, entraba a los sitios de Internet para abrir el correo y leer los mensajes que tú le enviabas a ella. Esa comunicación contigo fue subiendo de tono porque la tuya también era, cada vez, más expresiva. Mi estado emocional se alteró completamente. Nuestra relación se enfrió, es posible que mi estado de ánimo también influyera, aun así, te veía contento. Todas las noches mirabas tu correo y escribías notas cariñosas, enviabas tarjetas dicientes. Estabas enamorado.

Yo perdí el apetito, el interés por el trabajo y por todo en general. Solo quería estar al frente de un computador. Con frecuencia te preguntaba por nuestra relación; tú decías que estaba bien. Alguna vez te pregunté si había otra persona que te interesara y siempre negaste. El día que te preguntaba me traías un regalo, un chocolate o me invitabas a comer. Percibía una cierta sensación de culpa en esos detalles. Sentí que esa situación ya no la podía aguantar más. Lloraba con frecuencia, bajé de peso y hasta perdí el interés por la ropa. Me ponía cualquier cosa con tal de salir rápido de la casa; a veces hasta ni me maquillaba. Todos notaron mi cambio.

Creí que se había llegado el momento de separarnos. Tu infidelidad era insoportable, hasta que un día, conversando contigo, dijiste que me notabas un poco cansada y sugeriste que pidiera una licencia y me fuera un tiempo para Bogotá, tal vez el cambio de clima y la cercanía con mi mamá y con mis hermanas me haría bien. Yo pensé que tú estabas buscando alejarme para poder comunicarte más tranquilamente con tu enamorada.

Viajé a Bogotá, allá fue peor. Mis hermanas salían a trabajar y yo me quedaba con mi mamá y con su empleada. No acepté invitaciones ni visitas. Mi familia comentó que me había vuelto adicta al computador. Solo de vez en cuando veía un programa de Nat Geo, sobre fauna. Es asombrosa la forma de defenderse y de atacar que tienen los animales. Una tarde presentaron un documental sobre avispas. Me impresionó su imagen. El cuerpo es igual al de los demás insectos, pero el color cambia dependiendo de la especie. Esta era de un amarillo oscuro, casi anaranjado, con manchas negras. Seis patas y cuatro alas; dos antenas delgadas, negras, unidas a la cabeza, dos grandes ojos compuestos y mandíbulas que utiliza para morder en el ataque, en la defensa y en la alimentación. Esos eran los únicos momentos en los que dejaba de pensar en lo mismo.

La situación era insostenible y la propuesta que le hiciste a Marcela me disparó. Le dijiste que querías verla y que la invitabas a pasar unos días en Curazao. Tú le enviarías el pasaje y cubrirías sus gastos. Al aceptar la invitación ella te dijo que compraría un pasaje y que tú le compraras el de regreso cuando se encontraran. La semana siguiente la comunicación se centró en la organización del encuentro. A mí me dijiste que ibas a una convención. Tuviste la precaución de invitarme para disimular la situación, pero yo no acepté y te comenté que iba a aprovechar tu viaje para hacer uno al Amazonas.

Días antes en una conversación con la empleada de mi mamá me contó que su hermana se iba para Estados Unidos. Al entrar en detalles, en secreto, me confesó que ella había conseguido un pasaporte falso porque ya una vez le habían negado la visa. Justo me dio los datos que necesitaba sobre la forma de conseguir uno para mí; le dije que era para una amiga de Santa Marta que iba a venir. No fue fácil conseguirlo e implicó gastar mis ahorros. La foto que tenía era la de una mujer rubia, de pelo corto, muy diferente a mí.

Los dos vuelos, el tuyo y el mío, partían de Bogotá, de modo que nos encontramos allí. Mi mamá y tú me llevaron al aeropuerto; tu avión salía al día siguiente y aprovechaste para dormir en la casa de tus padres. Ellos te acompañaron a El Dorado. Yo viajé a Leticia porque les dije que de allí partía mi excursión por el río Amazonas y que tenía como base el Parque Nacional Natural Amacayacu, y eso imposibilitaba mi comunicación telefónica. Era un recorrido de seis días. Todos comentaban que les parecía un delicioso viaje y que nos iba a permitir el descanso, tan merecido, a los dos.

Yo sabía que tú viajabas en la mañana a Curazao y Marcela te dijo que salía de Buenos Aires, hacía una escala en Lima y llegaba a Curazao en la noche. Yo dormí esa noche en Leticia y al día siguiente volé a Medellín y luego a Curazao. En el aeropuerto José María Córdova presenté el pasaporte falso y en Curazao me hospedé en el mismo hotel, en la habitación contigua a la que tú habías reservado. A las diez de la noche golpeé en la puerta de tu habitación y todavía tengo en la mente tu cara de espantada sorpresa. Aún sin cerrar la puerta mirabas para afuera como esperando que alguien llegara.

Recuerdo que te dije: «No te preocupes que nadie va a llegar. Tranquilízate que te voy a explicar todo». Entré muy segura de lo que hacía. Abrí la nevera de la habitación, destapé una botella y serví dos tragos. Lo necesitábamos. Tú estabas muy bien vestido, recién afeitado y con un olor delicioso a la loción que te gustaba y que yo siempre te regalé. Esos tres primeros tragos te los tomaste casi sin darte cuenta. Estabas tan nervioso que no podías coordinar tus movimientos.

Con una tranquilidad inimaginable en mí empecé a contarte, paso a paso, todo lo que había hecho en estos últimos cinco meses. Tú no hablabas, me mirabas aterrorizado y desocupabas el vaso; yo me encargaba de volverlo a llenar. En un primer momento te pusiste furioso, me acusaste de haber violado tu intimidad, intentaste golpearme, pero te contuviste. Más tarde lloraste, no sé si por rabia o por frustración. Se te empezaron a poner los ojos rojos; siempre dijiste que más de tres tragos te emborrachaban y eso era lo que yo buscaba.

Cuando vi que el nivel de alcohol era superior al que estabas acostumbrado, te dije que te pusieras cómodo y te ayudé a desvestir. Saqué de tu valija una pantaloneta, te sugerí que te quedaras sin camiseta y te ayudé a recostar en la cama que yo ya había preparado. El impacto emocional además del whisky que habías consumido hicieron que rápidamente te durmieras. En ese momento saqué las avispas venenosas que había llevado en un recipiente especial y empezaron a revolotear por toda la habitación. No tardaron en acercarse a tu cuerpo y picarte varias veces. Quisiste levantarte, pero la asfixia que te ocasionó el veneno no te lo permitió y caíste en el tapete que había al lado de la cama. Observé que algunos de los insectos quedaron debajo de tu cuerpo. Esperé un tiempo, lavé el vaso que había usado, abrí la ventana, la dejé abierta, y me fui a mi habitación Yo me había protegido con anticipación. En la mañana sentí que había una agitación exagerada en el corredor. Al salir una de las empleadas del servicio me informó que al huésped de la habitación contigua le había dado un ataque y se lo habían llevado al hospital, pero que realmente ya estaba muerto.

Yo bajé a la recepción, pagué la cuenta y regresé a Leticia. Al llegar a Bogotá, en el aeropuerto me esperaban mi mamá y mis hermanas. No sabían cómo darme la noticia y yo actué como realmente se esperaba. Me desmayé, lloré y me tomé un tranquilizante. Cuando pude preguntar qué había pasado me informaron que te habías emborrachado en el hotel y que, posiblemente, al sentir mucho calor, abriste la ventana, y entraron unas avispas a las que eras alérgico.

 

Norha Stella Mendieta V.

 Publicado el 23 de diciembre de 2019 en el libro Antología de talleres literarios de la Biblioteca Pública Piloto

 

 

 

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