
Cientos de personas que caminan en direcciones opuestas mientras transitan por escalas, puentes, torniquetes y plataformas al subir o bajar del tren. Largas filas para comprar los tiquetes o para acceder al sistema, verse obligado a dejar pasar varios trenes porque todos van llenos, entonces, tomar la decisión de esperar el que va en sentido contrario para devolverse, desde la última estación, por el camino correcto o viajar en el más estrecho contacto con los pasajeros que se aglomeran alrededor, es el común denominador a las horas pico.
Esa tarde estaba
lloviendo, por lo que en la línea B de la estación San Antonio todos los
pasajeros debían descender y abordar por la misma puerta. Yo me quedé atrás y
en el momento de salir fui empujada hacia el interior del vagón por aquellos
que, desesperados, comenzaron a entrar. Solo un joven trataba, en vano, de
ayudarme, hasta que pude escapar cuando las puertas ya se estaban cerrando.
Esta es una de las escenas que se repiten a diario en el metro.
El cielo todavía no le
da paso al calor del sol, aunque el reloj marca las diez de la mañana. Aún no
se observa el arribo del tren, el viento se pasea como un viajero más, pues las
estaciones fueron diseñadas pensando en él. «La línea amarilla es una señal
preventiva, evite pisarla o sobrepasarla mientras el tren ingresa a plataforma,
recuerde que es por su seguridad». El policía no ha terminado la frase, cuando
el primer vagón irrumpe a toda velocidad. El sonido de la alarma indica que las
puertas van a cerrarse, sin embargo la gente continúa entrando. Ese día mi
destino era el metro cable que conduce al oriente de la ciudad. Me senté en un
lugar desde donde podía mirar por la ventana y me dispuse a esperar, mientras
lo hacía empezaron a pasar edificios elegantes, rodeados de jardines, grandes
almacenes y fábricas, iglesias monumentales, construcciones emblemáticas como
el edifico Coltejer, la Gorda de Botero, el Jardín Botánico, el Parque Explora
y la Universidad de Antioquia.
A medida que me acerco,
van apareciendo otro tipo de edificios, sin prados o piscinas a su alrededor,
con balcones multicolores según el tono de las toallas, sábanas, camisetas o
jeans que se encuentren sobre las barandas, más adelante, el hollín y las
basuras engalanan el ambiente mientras los techos de plástico y las paredes de
palos, simulan ser casas.
Miro hacia el interior
por algunos segundos y mi atención solo puede dirigirse hacia él. Es un señor
de tez trigueña, mejillas robustas y mirada apacible, a quien no se le notan
las canas pues lleva puesto un pequeño sombrero gris oscuro que le da un aire
de respeto. La chaqueta es como de muchacho, negra con franjas blancas en los
brazos, la camisa es rosa oscuro, el pantalón café y los zapatos negros. En el
dedo del corazón de la mano izquierda resalta un grueso anillo color plata con
una piedra ovalada y roja en todo el centro, antes de bajarme lo vuelvo a mirar
y entonces observo la delicada pluma negra que adorna su sombrero.
Es raro que no vayan
personas con el celular en la mano. Muchos lo utilizan para jugar, otros
chatean; cada vez es más fácil conocer el oficio o, incluso, la vida privada de
la gente, pues, cuando hablan por teléfono comparten su conversación con todos
los que se encuentran cerca. Pero, en los últimos años, este artefacto se ha
convertido en un medio para aislarse, no solo porque obliga al usuario a
mirarlo fijamente para escribir los mensajes y logra interrumpir la
comunicación verbal, sino porque se puede utilizar, en muchos casos, como
radio, al que se accede con solo unos audífonos, dispositivos que se han
convertido en accesorio, como los aretes para las mujeres.
Luego de haber
experimentado los efectos del vértigo que producen las alturas, y de haber
tomado algunas fotos desde la estación Santo Domingo, llego a la de Envigado,
ahora llueve copiosamente, cuando me dispongo a salir, me sorprende un hombre,
que en vez de fresas o gelatinas, vende sombrillas, que se agotan a la
velocidad del pan recién horneado.
Ingrid Vanessa Molano O.
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