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Foto tomada de Internet Texto publicado en la 47° edición de la revista Cronopio. (Febrero de 2014). |
La
vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda
y cómo la recuerda para contarla.
Gabriel
García Márquez
Vivir
para contarla
Una tarde, mi sobrina me preguntó: ¿Cómo
se escribe una novela? Le contesté que cada persona lo hace de manera diferente;
es una actividad íntima en la que cada escritor desarrolla su interés y
encuentra el tiempo y el lugar para hacerlo. Por ejemplo: Gabriel García
Márquez escribió Cien años de soledad
en dieciocho meses; trabajaba en ella todos los días, desde las ocho de la
mañana hasta las dos de la tarde, pero la idea original la tuvo doce años antes
durante un viaje que hizo a Aracataca, su pueblo natal.
Cortázar escribió su
primera novela a los nueve años.
Dicen que Ernest
Hemingway se paraba ante un atril, diariamente, y escribía desde las seis de la
mañana hasta las doce del día. Por la tarde se iba a recorrer lugares y a
encontrar su inspiración.
Frank McCourt escribió su primera novela, Las cenizas de Ángela, luego de haberse
jubilado como profesor. Las ventas de ese libro fueron millonarias y se han
hecho adaptaciones para cine. Murió a los cuatro años de haberla publicado y a
los tres de haber obtenido el Premio Pulitzer por esa novela.
La segunda novela de Ernesto
Sábato, Sobre héroes y tumbas,
apareció trece años después de la primera, El
túnel. Él la iba a quemar, como hizo con varias de sus obras, pero su
esposa le insistió en que no lo hiciera y logró convencerlo de publicarla.
Tenía cincuenta años en el momento de la publicación.
Hay muchas versiones
frente a la escritura de la novela La
casa de las dos palmas. Uno de esos comentarios es que Manuel Mejía Vallejo
trabajó en ella durante quince años. Se encontraron escritos relacionados con
fecha 1980 y 1985. Al parecer, había planeado cuatro partes: Tierra fría, Tierra caliente, Los invocados
y El regreso. Las dos primeras partes conformaron La casa de las dos palmas. La tercera parte se publicó con el
nombre inicial (Los Invocados) y la
cuarta parte corresponde a otra de sus novelas.
Y así, podría
enumerarte cantidades de anécdotas de escritores famosos. Mario Vargas Llosa,
en una entrevista que le hicieron en Cartagena, dijo: «Para escribir se
necesita tema y ganas». Yo le añadiría que se requiere lectura, mucha lectura.
También pienso que cada persona escribe acerca de lo que le interesa y no hay
un tema mejor que otro; pasa lo mismo que con los lectores, cada uno elige lo
que quiere leer. Tampoco considero que el hecho de que un escritor haya obtenido
el Premio Nobel implique que sea aceptado por todos. Antes que un premio o un
reconocimiento está el placer que genera escribir, formar parte de una historia
que puede tener algo de verdad, pero que el que escribe, al inventarla, crea un
mundo y unas circunstancias acordes con lo que él quiere que suceda.
Esa noche, pensé en mi
relación con la lectura e inmediatamente recordé los cuentos o revistas de
historietas que leíamos en la época de mi infancia: Supermán, La mujer maravilla, Kalimán, El pato Donald, Daniel el
travieso, El llanero solitario, Tarzán, Lorenzo y Pepita… eran algunos de los
personajes favoritos.
Había otra actividad
que nos gustaba a todos: completar álbumes que tenían diferentes temas. Venían
dos o tres láminas por la compra de un caramelo; todos cargábamos en los
bolsillos las figuras repetidas, para intercambiarlas, y el pegamento
necesario. Un álbum que empecé varias veces y no recuerdo si alguna vez lo
terminé fue el de los animales que venían con las chocolatinas Jet.
Los que sí completé, en
ese tiempo, fueron: el álbum de artistas de cine y el de «Amor es…». Mi hermano
llenó los de autos y los de jugadores de fútbol. Todos memorizábamos los
nombres y las frases escritas, así, sin mirarlas, sabíamos cuál nos faltaba.
Tengo en mi memoria las fotos de los artistas que salieron, en ese álbum, y cuando
los nombran, todavía pienso si, ese nombre, está dentro del grupo de láminas que
fueron difíciles de conseguir.
Cuando hacía el quinto
de bachillerato, ahora se dice décimo grado, debíamos realizar una actividad de
alfabetización, es decir, enseñar a leer y a escribir a adultos que no tuvieron
la oportunidad de asistir a una escuela.
El colegio se encargó
de conseguirnos un sitio de práctica: una fábrica de vidrio. El lugar quedaba
apartado de la ciudad; nos llevaban en un bus de la empresa y permanecíamos
allá todo el día. No recuerdo si era una vez a la semana o más, pero si
recuerdo que fueron varias jornadas porque teníamos que completar ciento veinte
horas.
Como no podíamos
atender a todos los trabajadores al tiempo, las estudiantes nos turnábamos.
Mientras tanto, las que no estaban dictando clase, realizaban cualquier otra
tarea hasta cuando llegaba la hora de regresar al colegio.
En esa época, mis
compañeras llevaban ejemplares de Vanidades.
Descubrí, en esas publicaciones, las novelas que escribió Corín Tellado.
Empezaban en la mitad de la revista, con unos títulos llamativos, y terminaban
en las últimas páginas de la edición. Aún recuerdo las descripciones de los
personajes: todos eran hombres apuestos, de ojos verdes o azules, cabello
rojizo o rubio; de muy buena posición económica o a punto de obtenerla; y
ellas, muchachas pobres o hijas, escondidas, de acaudalados señores que se
enamoraban del señorito y, luego de muchas peripecias, terminaban casándose con
su príncipe azul. En ese momento se descubría la belleza que había permanecido
oculta debajo de su precaria situación.
Ninguna novela
terminaba mal, eso sí, había suficiente sufrimiento antes de llegar al
desenlace, obvio que las que sufrían eran las mujeres. Era el machismo de la
época, que ha cambiado poco.
Existía, creo que
todavía hay, un Círculo de Lectores. A mi casa iba, cada quince días, un
vendedor. Nos llevaba el catálogo con los nuevos libros y con las promociones
del momento: dos libros por el precio de uno o una novela de regalo por referir
a un nuevo cliente. Había crédito para la compra y en la visita del empleado,
se abonaba a la deuda.
Fueron muchos los
libros que, mi hermano y yo, pudimos comprar. Además de leerlos, con gran
entusiasmo, los compartíamos con los vecinos y con los compañeros.
Con ese interés
desarrollado entré a la Universidad Nacional de Colombia. La mayoría de nuestros
profesores eran de un nivel académico alto y cada uno, en su asignatura,
recomendaba autores específicos. Así leí textos escritos por Sigmund Freud, por
Frank Kafka, por Friedrich Nietzsche, por Hermann Hesse, por Martín Heidegger,
por Karl Marx … Algunos de ellos los he vuelto a leer y reconozco que, en esa
segunda lectura, cuarenta años después, la concepción es otra bien distinta.
El haber estudiado en
esa universidad, en esa época y la literatura que he leído en todos estos años
me han llevado al convencimiento de que la lectura es la mejor actividad que
existe. Muchas veces he despreciado invitaciones por preferir volver a mi casa
para leer una novela interesante. Un libro es la gran compañía que siempre está
ahí, que yo la escojo, que la puedo suspender el tiempo que quiera y que me
espera para cuando yo la quiera retomar. Cada libro me ha dejado enseñanzas y
siempre encontré en ellos otras posibilidades de enfrentar la vida y las
dificultades que, inevitablemente, la existencia proporciona.
En un muro de la
librería Panamericana leí una frase de José Vasconcelos que me atrajo porque
comparto el sentimiento: «Un libro, como un viaje, se comienza con inquietud y
se termina con melancolía».
2 de septiembre de 2013
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