miércoles, 5 de marzo de 2014

El tiempo que vivimos

Foto tomada de Internet

Dicen que la muerte tiene buena memoria y que no se olvida de nadie; también dicen que el tiempo nos ayuda a olvidar muchas situaciones vividas y disminuye o elimina el sentimiento que, en su momento, tuvimos. Hemos asistido al fallecimiento de un ser querido y desde pequeños nos hablaron de que la muerte es lo único seguro que tenemos y que nadie sabe cuándo llega, pero el tiempo ¿qué es?, ¿dónde está?, ¿por qué hablamos tanto de él si no lo conocemos?
 Todos lo vivimos de acuerdo con intereses y preocupaciones. Para una madre esperar nueve meses a su hijo puede ser una gran alegría. Cada veinticuatro horas la acercan a ese maravilloso momento en el que conocerá físicamente a su bebé. Cuando nace empieza a contabilizar el tiempo de diferente manera: cada tres horas lo alimenta y luego espera unos cuantos minutos para que le salgan los gases y así evitarle un cólico; cada dos horas le cambia el pañal, aunque las grandes empresas invierten tiempo en inventarse uno que dure, por lo menos, las horas de la noche en que los padres pretenden dormir.
El desarrollo del ser humano está mediado por el tiempo. A los dos meses el bebé sostiene la cabeza, a los cinco se voltea, a los seis se sienta, a los ocho gatea y a los doce camina. Y ¡ay de que este proceso se demore!
Cuando tenemos alrededor de cinco años, empezamos a pensar en el tiempo. «Mamá: ¿Cuánto falta para mi fiesta de cumpleaños?, ¿cuánto falta para que venga el Niño Dios?, ¿cuándo viene mi papá?» Y la madre contesta: «Faltan cinco días». ¿Cuánto son cinco días? Te acuestas a dormir, cuando te levantes pasó un día luego te vuelves a acostar y pasa otro día y le señala en los dedos los días que faltan.
Así, poco a poco, empezamos a tener referencias horarias. Cuando salimos a jugar con los amiguitos nos dicen: «Juegas un momentico y vuelves». ¿Cuánto es un momentico? En vacaciones o los fines de semana queremos salir y nos dan permiso hasta las siete de la noche. No conocemos el reloj, pero si llegamos más tarde con frecuencia tenemos un regaño y la amenaza de no volver a tener permiso durante una semana.
Al iniciar el colegio empiezan las mediciones temporales más largas. El próximo fin de semana, los días de Semana Santa, las vacaciones de mitad de año y el tan esperado diciembre en el que recibimos los regalos de Navidad. Empezamos a pensar en la edad que tendremos al terminar primaria, al terminar bachillerato y la ilusión de ir a la universidad y estudiar una profesión que nos permita vivir como queremos, tener un empleo, una casa, unos viajes… Así, siempre contabilizamos el tiempo necesario para lograr objetivos.
A veces, esa dependencia del tiempo nos favorece, otras nos perjudica. Al presentarnos a una entrevista de trabajo, una de las preguntas clave es: «¿Qué experiencia tiene?» Esa experiencia quiere decir cuánto tiempo ha trabajado en esa empresa, en ese oficio. Si no tengo el respaldo de ese dato, es muy posible que no me acepten. Si digo que llevo cinco años puedo ser un buen candidato, pero lo que no saben es qué tan eficientes han sido esos años. Malcolm Gladwel dice que con diez mil horas de trabajo se es experto en ese oficio. ¡Otra vez el tiempo!
En los diferentes aspectos de nuestra vida personal llegamos al mismo punto. ¿Cuánto tiempo me demoro para bajar o subir tantos kilos y llegar al peso que quiero? Lo que más nos perjudica es ponerle tiempo a ese cambio y, con frecuencia, queremos que sea rápido; si no, abandonamos el proyecto y preferimos buscar otros procedimientos que nos ofrezcan lo que queremos y que, de paso, borren las huellas que dejó el tiempo en nuestro cuerpo.
En el campo sentimental pensamos: «Es la primera vez que salgo con este chico, tal vez no me conviene que las cosas sucedan muy rápido». Entonces ¿cuánto tiempo se requiere para aceptar el primer beso o el primer contacto sexual? ¿Ese tiempo altera la relación? Cuántas parejas llevan algunos años de noviazgo y la gente empieza a preguntar: ¿Cuándo se van a casar? Hay una urgencia permanente a que sucedan cosas rápido, a pensar más en lo que va a pasar que en lo que se está viviendo.
Y cuando se presenta una ruptura, como consuelo decimos: «El tiempo te hará olvidar» y es cierto, el tiempo nos ayuda a olvidar, aparentemente, pero lo que tal vez no borra es la huella emocional que deja esa experiencia.
Más de uno de nosotros tuvo la «desgracia» de perder un año escolar o un empleo; fue una catástrofe familiar y un sentimiento de frustración que solo las canas le quitaron la significación que tuvo en su momento.
Hay, también, muchos aspectos de la vida doméstica que están en función del tiempo. Si preparo una comida, la receta me dice cuánto tiempo debe durar la cocción. Un minuto más nos puede echar a perder la preparación. Si compro una planta, debo estar pendiente de regarla dos veces por semana, abonarla una vez al mes y remover la tierra cada año. Si arreglo la casa, cada cuanto tiempo cambio las sábanas y cuánto se demora la lavadora en el proceso.
Hay épocas de la vida en las que se corre contra el tiempo. Diariamente hay que levantarse, cumplir determinadas horas laborales e invertir nuestro espacio personal para preparar una conferencia, elaborar un informe, asistir a una reunión importante… Y cuando tenemos hijos se une nuestro tiempo con el de ellos y los acosamos para que aprendan a caminar, a cepillarse los dientes, a cuidar de sí mismos; para que estudien, lean, practiquen un deporte, y casi siempre debemos acoplar sus actividades con las nuestras. Luego, cuando ellos ya son adultos, disminuyen esas obligaciones y empezamos a sentir que no sabemos qué hacer con tanto tiempo y si no tenemos un proyecto personal empezamos a sentir el cansancio de la carrera de tantos años y el síndrome del «nido vacío».
Pasan los años, llega el día del cumpleaños y pasa un año más. Cuando alguien conocido o de la familia se jubila, pensamos que esa situación no la viviremos nosotros. «La jubilación y la vejez es para los otros, no para mi que estoy joven», nos decimos, como si el tiempo no pasara para cada uno de nosotros también. Y, sin darnos cuenta, llega el momento de entregar los documentos que nos permitirán recibir la compensación a tantos años de trabajo. Un poco antes tenemos que comprar gafas porque ya no vemos las letras pequeñas y por sugerencia médica debemos modificar el calzado, evitar las escalas y, lo que es peor, modificar nuestra dieta alimenticia porque aparece el reflujo, la indigestión, el aumento de azúcar o la hipertensión.
En el mejor de los casos, nuestros hijos nos celebran los ochenta años. «¿A qué hora se pasaron ochenta años?, ¿cuántos años he vivido en función de otros?» Y empezamos a recordar, con más frecuencia, nuestros años juveniles, los amigos de la infancia, los logros que tuvimos, los amores que nos hicieron vibrar, las personas que se fueron antes que nosotros… Esos recuerdos son tan precisos que parece que los volviéramos a vivir. Alguien me dijo una vez que viviera muchas cosas para que cuando envejeciera pudiera vivir con mis recuerdos, pero ahora que ya estoy en la etapa de recordar pienso que, de esos recuerdos, solo me quedaron imágenes porque el dolor o la alegría que sentí al vivirlos ya pasaron. Del dolor que se sintió ante la muerte de un hijo, que dicen que es el más grande que se puede sentir, quedó un gran vacío, pero ya se puede hablar de él con la sensación de una cicatriz que está ahí, pero que permite vivir y disfrutar de otras emociones. Y de aquellas alegrías, que algunas veces nos llevaron a las lágrimas porque no había otra forma de expresar el sentimiento, ya solo queda una sonrisa ante el recuerdo y unas cuantas palabras que, de vez en cuando, alguien quiera oír. Las unas y los otros únicamente les importan al quienes los vivieron.
Si esta experiencia se pudiera trasmitir, a los hijos, a los sobrinos y a los jóvenes que están a nuestro alrededor e insistirles en que vivan el día a día con más intensidad, ellos no se preocuparían  por tantas cosas que no ameritan tanto sentimiento. Alguna vez, no sé si fue idea mía, decidí hacer un ejercicio mental frente a situaciones problemáticas que vivía y pensé: «¿Este momento lo recordaré dentro de diez años?» Si la respuesta era positiva, valía la pena invertir mi tiempo en analizar las circunstancias y tratar de resolver el evento con o sin ayuda de alguien, pero si pensaba que no lo recordaría, entonces no era necesario desvelarme. Ya llegaría la solución.
¿Cuántos dolores superaron esa barrera? ¿De cuántos amores recordé algo más del nombre y del apellido? Y cuántas veces ni siquiera esos datos llegan a mi memoria sin tener que hacer un esfuerzo o darle tiempo a mi mente para que los recuerde.
Por todos estos pensamientos decidí dejar pasar mis días y mis noches con la mayor tranquilidad posible; sin tantos sobresaltos ni angustias. Esa paz me ayudará a tomar decisiones mas acertadas, sin tanta pasión, sin tanta lucha por convencer a los demás de lo que pienso y deseo. Solo puedo vivir mi vida. Lo que dependa también de los demás ya veremos…
6 de febrero de 2014





2 comentarios:

  1. Nohora : cada ves estas mejor ...como los buenos vinos .....!! me encanta leerte!!

    ResponderBorrar