Foto tomada de Internet
Dicen que la muerte tiene buena memoria
y que no se olvida de nadie; también dicen que el tiempo nos ayuda a olvidar
muchas situaciones vividas y disminuye o elimina el sentimiento que, en su
momento, tuvimos. Hemos asistido al fallecimiento de un ser querido y desde
pequeños nos hablaron de que la muerte es lo único seguro que tenemos y que
nadie sabe cuándo llega, pero el tiempo ¿qué es?, ¿dónde está?, ¿por qué
hablamos tanto de él si no lo conocemos?
Todos lo vivimos de acuerdo con intereses y
preocupaciones. Para una madre esperar nueve meses a su hijo puede ser una gran
alegría. Cada veinticuatro horas la acercan a ese maravilloso momento en el que
conocerá físicamente a su bebé. Cuando nace empieza a contabilizar el tiempo de
diferente manera: cada tres horas lo alimenta y luego espera unos cuantos
minutos para que le salgan los gases y así evitarle un cólico; cada dos horas
le cambia el pañal, aunque las grandes empresas invierten tiempo en inventarse
uno que dure, por lo menos, las horas de la noche en que los padres pretenden
dormir.
El desarrollo del ser
humano está mediado por el tiempo. A los dos meses el bebé sostiene la cabeza,
a los cinco se voltea, a los seis se sienta, a los ocho gatea y a los doce
camina. Y ¡ay de que este proceso se demore!
Cuando tenemos
alrededor de cinco años, empezamos a pensar en el tiempo. «Mamá: ¿Cuánto falta
para mi fiesta de cumpleaños?, ¿cuánto falta para que venga el Niño Dios?,
¿cuándo viene mi papá?» Y la madre contesta: «Faltan cinco días». ¿Cuánto son
cinco días? Te acuestas a dormir, cuando te levantes pasó un día luego te
vuelves a acostar y pasa otro día y le señala en los dedos los días que faltan.
Así, poco a poco,
empezamos a tener referencias horarias. Cuando salimos a jugar con los
amiguitos nos dicen: «Juegas un momentico y vuelves». ¿Cuánto es un momentico?
En vacaciones o los fines de semana queremos salir y nos dan permiso hasta las
siete de la noche. No conocemos el reloj, pero si llegamos más tarde con
frecuencia tenemos un regaño y la amenaza de no volver a tener permiso durante
una semana.
Al iniciar el colegio
empiezan las mediciones temporales más largas. El próximo fin de semana, los
días de Semana Santa, las vacaciones de mitad de año y el tan esperado
diciembre en el que recibimos los regalos de Navidad. Empezamos a pensar en la
edad que tendremos al terminar primaria, al terminar bachillerato y la ilusión
de ir a la universidad y estudiar una profesión que nos permita vivir como
queremos, tener un empleo, una casa, unos viajes… Así, siempre contabilizamos
el tiempo necesario para lograr objetivos.
A veces, esa
dependencia del tiempo nos favorece, otras nos perjudica. Al presentarnos a una
entrevista de trabajo, una de las preguntas clave es: «¿Qué experiencia tiene?»
Esa experiencia quiere decir cuánto tiempo ha trabajado en esa empresa, en ese
oficio. Si no tengo el respaldo de ese dato, es muy posible que no me acepten.
Si digo que llevo cinco años puedo ser un buen candidato, pero lo que no saben
es qué tan eficientes han sido esos años. Malcolm Gladwel dice que con diez mil
horas de trabajo se es experto en ese oficio. ¡Otra vez el tiempo!
En los diferentes
aspectos de nuestra vida personal llegamos al mismo punto. ¿Cuánto tiempo me
demoro para bajar o subir tantos kilos y llegar al peso que quiero? Lo que más
nos perjudica es ponerle tiempo a ese cambio y, con frecuencia, queremos que
sea rápido; si no, abandonamos el proyecto y preferimos buscar otros
procedimientos que nos ofrezcan lo que queremos y que, de paso, borren las
huellas que dejó el tiempo en nuestro cuerpo.
En el campo sentimental
pensamos: «Es la primera vez que salgo con este chico, tal vez no me conviene
que las cosas sucedan muy rápido». Entonces ¿cuánto tiempo se requiere para
aceptar el primer beso o el primer contacto sexual? ¿Ese tiempo altera la
relación? Cuántas parejas llevan algunos años de noviazgo y la gente empieza a
preguntar: ¿Cuándo se van a casar? Hay una urgencia permanente a que sucedan
cosas rápido, a pensar más en lo que va a pasar que en lo que se está viviendo.
Y cuando se presenta
una ruptura, como consuelo decimos: «El tiempo te hará olvidar» y es cierto, el
tiempo nos ayuda a olvidar, aparentemente, pero lo que tal vez no borra es la
huella emocional que deja esa experiencia.
Más de uno de nosotros
tuvo la «desgracia» de perder un año escolar o un empleo; fue una catástrofe
familiar y un sentimiento de frustración que solo las canas le quitaron la
significación que tuvo en su momento.
Hay, también, muchos
aspectos de la vida doméstica que están en función del tiempo. Si preparo una
comida, la receta me dice cuánto tiempo debe durar la cocción. Un minuto más
nos puede echar a perder la preparación. Si compro una planta, debo estar
pendiente de regarla dos veces por semana, abonarla una vez al mes y remover la
tierra cada año. Si arreglo la casa, cada cuanto tiempo cambio las sábanas y
cuánto se demora la lavadora en el proceso.
Hay épocas de la vida en
las que se corre contra el tiempo. Diariamente hay que levantarse, cumplir
determinadas horas laborales e invertir nuestro espacio personal para preparar
una conferencia, elaborar un informe, asistir a una reunión importante… Y
cuando tenemos hijos se une nuestro tiempo con el de ellos y los acosamos para
que aprendan a caminar, a cepillarse los dientes, a cuidar de sí mismos; para
que estudien, lean, practiquen un deporte, y casi siempre debemos acoplar sus
actividades con las nuestras. Luego, cuando ellos ya son adultos, disminuyen
esas obligaciones y empezamos a sentir que no sabemos qué hacer con tanto
tiempo y si no tenemos un proyecto personal empezamos a sentir el cansancio de
la carrera de tantos años y el síndrome del «nido vacío».
Pasan los años, llega
el día del cumpleaños y pasa un año más. Cuando alguien conocido o de la
familia se jubila, pensamos que esa situación no la viviremos nosotros. «La
jubilación y la vejez es para los otros, no para mi que estoy joven», nos
decimos, como si el tiempo no pasara para cada uno de nosotros también. Y, sin
darnos cuenta, llega el momento de entregar los documentos que nos permitirán
recibir la compensación a tantos años de trabajo. Un poco antes tenemos que
comprar gafas porque ya no vemos las letras pequeñas y por sugerencia médica
debemos modificar el calzado, evitar las escalas y, lo que es peor, modificar
nuestra dieta alimenticia porque aparece el reflujo, la indigestión, el aumento
de azúcar o la hipertensión.
En el mejor de los
casos, nuestros hijos nos celebran los ochenta años. «¿A qué hora se pasaron
ochenta años?, ¿cuántos años he vivido en función de otros?» Y empezamos a
recordar, con más frecuencia, nuestros años juveniles, los amigos de la
infancia, los logros que tuvimos, los amores que nos hicieron vibrar, las
personas que se fueron antes que nosotros… Esos recuerdos son tan precisos que
parece que los volviéramos a vivir. Alguien me dijo una vez que viviera muchas
cosas para que cuando envejeciera pudiera vivir con mis recuerdos, pero ahora
que ya estoy en la etapa de recordar pienso que, de esos recuerdos, solo me quedaron
imágenes porque el dolor o la alegría que sentí al vivirlos ya pasaron. Del
dolor que se sintió ante la muerte de un hijo, que dicen que es el más grande
que se puede sentir, quedó un gran vacío, pero ya se puede hablar de él con la
sensación de una cicatriz que está ahí, pero que permite vivir y disfrutar de
otras emociones. Y de aquellas alegrías, que algunas veces nos llevaron a las
lágrimas porque no había otra forma de expresar el sentimiento, ya solo queda
una sonrisa ante el recuerdo y unas cuantas palabras que, de vez en cuando,
alguien quiera oír. Las unas y los otros únicamente les importan al quienes los
vivieron.
Si esta experiencia se
pudiera trasmitir, a los hijos, a los sobrinos y a los jóvenes que están a
nuestro alrededor e insistirles en que vivan el día a día con más intensidad,
ellos no se preocuparían por tantas
cosas que no ameritan tanto sentimiento. Alguna vez, no sé si fue idea mía,
decidí hacer un ejercicio mental frente a situaciones problemáticas que vivía y
pensé: «¿Este momento lo recordaré dentro de diez años?» Si la respuesta era
positiva, valía la pena invertir mi tiempo en analizar las circunstancias y
tratar de resolver el evento con o sin ayuda de alguien, pero si pensaba que no
lo recordaría, entonces no era necesario desvelarme. Ya llegaría la solución.
¿Cuántos dolores
superaron esa barrera? ¿De cuántos amores recordé algo más del nombre y del
apellido? Y cuántas veces ni siquiera esos datos llegan a mi memoria sin tener
que hacer un esfuerzo o darle tiempo a mi mente para que los recuerde.
Por todos estos
pensamientos decidí dejar pasar mis días y mis noches con la mayor tranquilidad
posible; sin tantos sobresaltos ni angustias. Esa paz me ayudará a tomar
decisiones mas acertadas, sin tanta pasión, sin tanta lucha por convencer a los
demás de lo que pienso y deseo. Solo puedo vivir mi vida. Lo que dependa
también de los demás ya veremos…
6 de febrero de 2014
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Nohora : cada ves estas mejor ...como los buenos vinos .....!! me encanta leerte!!
ResponderBorrarGracias. Es "El placer de la escritura".
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