
Primero
estaba el mar
Tomás González (2011)
Editorial Punto de lectura
204
páginas
Hace unos días me invitaron a un
conversatorio con Tomás González, en la Universidad Pontificia Bolivariana. Acepté
encantada porque, conocer y oír directamente los comentarios que hace un
escritor sobre su trabajo, es una gran oportunidad que no se puede
desaprovechar, especialmente cuando existe cierta empatía adquirida a través de
la lectura de algunas de sus obras.
No era mucho lo que
sabía de él. Solo que es sobrino de Fernando González, el escritor, filósofo,
diplomático y abogado conocido como el Brujo de Otraparte. Ese solo dato me hacía pensar en una importante herencia de
escritor. Hace un tiempo, leí La luz
difícil, escrita por Tomás González en 2011, y me sentí atraída por su
estilo. Por eso, las respuestas que dio a los panelistas, el día del
conversatorio, me parecieron dignas de tener en cuenta.
Habló de la importancia
de ser preciso en el uso de las palabras en el momento de escribir. Condición
que yo asocio con su personalidad, es un hombre de respuestas cortas que no da
rodeos ni se extiende en explicaciones. Considera que se puede escribir desde
cualquier parte del mundo porque el artista tiene, en la mente, la materia
prima de su trabajo. Insiste en la importancia de escribir por el disfrute de
hacerlo no para conseguir fama ni reconocimiento, esto bajaría el nivel del
escritor y lo llevaría a una especie de servilismo hacia el lector.
Al responder a la
pregunta sobre cuál de sus obras prefería hizo un especial reconocimiento a su
primera novela Primero estaba el mar
porque siente que tiene la frescura de lo nuevo y no descartó la posibilidad de
que la experiencia de escribir y publicar otras obras haya incidido en su
estilo actual.
Luego de escuchar sus
anécdotas, la relación que tienen algunos de sus personajes con miembros de su
familia y las razones que lo han llevado a escribir salí interesada en leer esa
primera novela suya publicada en 1983.
Me encontré con una
narración relativamente corta: un libro del tamaño de media hoja de papel
carta, doscientas cuatro páginas y una letra muy cómoda para la lectura. Inmediatamente
me sentí atrapada por la historia; sabía que tenía relación con la muerte de su
hermano y según leí en alguna entrevista que le hicieron, esa escritura le
sirvió, un poco, para exorcizar su dolor.
La historia de J.
empieza en el viaje que hace, con su compañera, a Urabá. Está cansado de la
vida bohemia y sin sentido que ha llevado hasta ahora y sueña con vivir cerca
al mar, alejado de los afanes cotidianos de la vida urbana. Va con la fantasía que
todos los citadinos le damos a esa forma de vida: tranquilidad, playa, descanso.
Describe, con lujo de detalles, los lugares por los que pasa, las diferentes
sensaciones que le generan el calor, los malos olores, las dificultades en el
transporte de las pocas cosas que componen su equipaje y el entusiasmo con el
que organizaron su vivienda en la finca.
Su compañera, Elena,
comparte el mismo sueño, pero la realidad, la cotidianidad, la actitud de los
habitantes y las dificultades que, realmente, se viven en esos lugares fueron
deteriorando su ilusión y su relación de pareja.
J., primero como un
comportamiento social, empieza a tomar aguardiente con sus trabajadores, pero
poco a poco encuentra en el licor una forma de evasión ante tantas
complicaciones. Este vicio lo lleva también a la infidelidad, a los malos
negocios y a la quiebra.
Elena tiene un carácter
hostil, en ocasiones arrogante y violento y un lenguaje soez con el que ofende
a J. y a la mayoría de los trabajadores. Finalmente el mayordomo y su esposa no
la soportan más y deciden irse.
En ese momento, las
necesidades de la finca ya eran muchas: el aserradero, los cultivos, el ganado
y la tienda. J. necesitaba, con urgencia, un mayordomo. Un día apareció
Octavio, un hombre viejo que nadie conocía y aunque no le gustó su mirada
insolente y algo turbia decidió recibirlo, durante una semana, para evaluar su
desempeño. Los primeros días Octavio se mostró trabajador, tenía bastante
conocimiento del manejo de las fincas y se ganó el respeto de los trabajadores;
poco después la obediencia surgía a partir del miedo. Al finalizar el período
de prueba J. le dio el trabajo. Elena nunca aceptó a ese nuevo mayordomo ni a
su mujer ni a sus cinco hijos y aunque le daba tristeza dejar a J., en ese
invierno tan sombrío, decidió marcharse. Las peleas entre ellos se habían hecho
más frecuentes y algunas veces llegaron a los golpes; ya se habían dañado
demasiado el uno al otro.
La soledad y la
impotencia ante el manejo de las plantaciones y de sus trabajadores lo hicieron
pensar en la posibilidad de regresar a Medellín y buscar trabajo; se sentía
cansado de la selva, de la lluvia y del ruido del mar.
Ante tantas atribuciones
que el mayordomo se había tomado, J. decidió, en medio de una borrachera,
despedirlo. Despido que significó el fin para J.
Al terminar de leer Primero estaba el mar me quedó una sensación
de vacío, de haber asistido al desarrollo lento de una inexorable tragedia,
pero escrita con una tal sencillez y claridad que logró sumergirme en la
profundidad de ese conflicto. Recordé, entonces, las palabras de Tomás, en la
UPB, ante la pregunta que le hicieron acerca de la frecuencia del tema de la
muerte en sus obras. Comentó que era uno de sus planteamientos de vida, lo
aprendió de su abuelo con quien sostuvo largas conversaciones y de quien
recibió un gran ejemplo. Comentó que la intensidad de la vida sigue a pesar de
la muerte, es la razón por la que los ausentes siguen presentes en la realidad
de los que seguimos vivos.
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