martes, 3 de junio de 2014

Retorno a la naturaleza



Primero estaba el mar
Tomás González (2011)
 Editorial Punto de lectura
 204 páginas
Hace unos días me invitaron a un conversatorio con Tomás González, en la Universidad Pontificia Bolivariana. Acepté encantada porque, conocer y oír directamente los comentarios que hace un escritor sobre su trabajo, es una gran oportunidad que no se puede desaprovechar, especialmente cuando existe cierta empatía adquirida a través de la lectura de algunas de sus obras.
No era mucho lo que sabía de él. Solo que es sobrino de Fernando González, el escritor, filósofo, diplomático y abogado conocido como el Brujo de Otraparte. Ese solo dato me hacía pensar en una importante herencia de escritor. Hace un tiempo, leí La luz difícil, escrita por Tomás González en 2011, y me sentí atraída por su estilo. Por eso, las respuestas que dio a los panelistas, el día del conversatorio, me parecieron dignas de tener en cuenta.
Habló de la importancia de ser preciso en el uso de las palabras en el momento de escribir. Condición que yo asocio con su personalidad, es un hombre de respuestas cortas que no da rodeos ni se extiende en explicaciones. Considera que se puede escribir desde cualquier parte del mundo porque el artista tiene, en la mente, la materia prima de su trabajo. Insiste en la importancia de escribir por el disfrute de hacerlo no para conseguir fama ni reconocimiento, esto bajaría el nivel del escritor y lo llevaría a una especie de servilismo hacia el lector.
Al responder a la pregunta sobre cuál de sus obras prefería hizo un especial reconocimiento a su primera novela Primero estaba el mar porque siente que tiene la frescura de lo nuevo y no descartó la posibilidad de que la experiencia de escribir y publicar otras obras haya incidido en su estilo actual.
Luego de escuchar sus anécdotas, la relación que tienen algunos de sus personajes con miembros de su familia y las razones que lo han llevado a escribir salí interesada en leer esa primera novela suya publicada en 1983.
Me encontré con una narración relativamente corta: un libro del tamaño de media hoja de papel carta, doscientas cuatro páginas y una letra muy cómoda para la lectura. Inmediatamente me sentí atrapada por la historia; sabía que tenía relación con la muerte de su hermano y según leí en alguna entrevista que le hicieron, esa escritura le sirvió, un poco, para exorcizar su dolor.
La historia de J. empieza en el viaje que hace, con su compañera, a Urabá. Está cansado de la vida bohemia y sin sentido que ha llevado hasta ahora y sueña con vivir cerca al mar, alejado de los afanes cotidianos de la vida urbana. Va con la fantasía que todos los citadinos le damos a esa forma de vida: tranquilidad, playa, descanso. Describe, con lujo de detalles, los lugares por los que pasa, las diferentes sensaciones que le generan el calor, los malos olores, las dificultades en el transporte de las pocas cosas que componen su equipaje y el entusiasmo con el que organizaron su vivienda en la finca.
Su compañera, Elena, comparte el mismo sueño, pero la realidad, la cotidianidad, la actitud de los habitantes y las dificultades que, realmente, se viven en esos lugares fueron deteriorando su ilusión y su relación de pareja.
J., primero como un comportamiento social, empieza a tomar aguardiente con sus trabajadores, pero poco a poco encuentra en el licor una forma de evasión ante tantas complicaciones. Este vicio lo lleva también a la infidelidad, a los malos negocios y a la quiebra.
Elena tiene un carácter hostil, en ocasiones arrogante y violento y un lenguaje soez con el que ofende a J. y a la mayoría de los trabajadores. Finalmente el mayordomo y su esposa no la soportan más y deciden irse.
En ese momento, las necesidades de la finca ya eran muchas: el aserradero, los cultivos, el ganado y la tienda. J. necesitaba, con urgencia, un mayordomo. Un día apareció Octavio, un hombre viejo que nadie conocía y aunque no le gustó su mirada insolente y algo turbia decidió recibirlo, durante una semana, para evaluar su desempeño. Los primeros días Octavio se mostró trabajador, tenía bastante conocimiento del manejo de las fincas y se ganó el respeto de los trabajadores; poco después la obediencia surgía a partir del miedo. Al finalizar el período de prueba J. le dio el trabajo. Elena nunca aceptó a ese nuevo mayordomo ni a su mujer ni a sus cinco hijos y aunque le daba tristeza dejar a J., en ese invierno tan sombrío, decidió marcharse. Las peleas entre ellos se habían hecho más frecuentes y algunas veces llegaron a los golpes; ya se habían dañado demasiado el uno al otro.
La soledad y la impotencia ante el manejo de las plantaciones y de sus trabajadores lo hicieron pensar en la posibilidad de regresar a Medellín y buscar trabajo; se sentía cansado de la selva, de la lluvia y del ruido del mar.
Ante tantas atribuciones que el mayordomo se había tomado, J. decidió, en medio de una borrachera, despedirlo. Despido que significó el fin para J.
Al terminar de leer Primero estaba el mar me quedó una sensación de vacío, de haber asistido al desarrollo lento de una inexorable tragedia, pero escrita con una tal sencillez y claridad que logró sumergirme en la profundidad de ese conflicto. Recordé, entonces, las palabras de Tomás, en la UPB, ante la pregunta que le hicieron acerca de la frecuencia del tema de la muerte en sus obras. Comentó que era uno de sus planteamientos de vida, lo aprendió de su abuelo con quien sostuvo largas conversaciones y de quien recibió un gran ejemplo. Comentó que la intensidad de la vida sigue a pesar de la muerte, es la razón por la que los ausentes siguen presentes en la realidad de los que seguimos vivos.


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