martes, 4 de julio de 2023

Aguijones

                  

Volver a oír, una y otra vez, I will survive cantada por Gloria Gaynor mirando nuestra foto es regresar a aquella época en la que te conocí. Prefiero oírla en inglés porque fue la primera versión que escuché. Ahora después de tantos años, con ese fondo musical, se me enredan los sentimientos. Todos, menos arrepentimiento. Te dije desde el principio: «solo te pido honestidad». Te puse a prueba y fallaste. Perdimos los dos, no sé cuál de los dos perdió más.

Todo empezó cuando llevaba dos meses de graduada en la universidad. Dijeron que había una vacante en una gran empresa. Llené la solicitud, entregué los documentos que exigieron y presenté la entrevista. Logré el empleo. No necesité «padrino». Lo primero que hice fue el Curso de Inducción. Ese día esperaba conocer a mi jefe, eras tú, pero me informaron que estabas hospitalizado. Por discreción no pregunté la causa y como en las oficinas se comentan los sucesos supe que tenías una fuerte crisis alérgica. Otras personas se encargaron de darme las primeras orientaciones y tres días después, cuando llegaste, ya estaba familiarizada con el ambiente y con el trabajo. Desde el momento en el que nos presentaron hubo empatía. Tu manera de ser, amable y simpática, se había ganado el afecto y el respeto de los demás empleados. Los compañeros decían que tenía mucha suerte al iniciar mi experiencia laboral con una persona como tú.

Ese fin de semana cuando salí a conversar con mis amigas, todas querían saber detalles de mi jefe. Les dije que eras unos pocos años mayor que yo, atractivo, alto y de buen físico. Después me enteré que ibas al gimnasio todos los días. Tenías la elegancia del ejecutivo bogotano. Solo tenías un pero. Eras casado.

Poco a poco nuestra relación se fue haciendo más cercana. La hora del almuerzo era un espacio en el que todos, empleados y operarios, compartíamos las mesas del comedor; no había discriminación. Muchas veces coincidíamos en la mesa; y esa cercanía permitía conversaciones personales. Así nos enteramos de que tenías problemas con tu esposa. Tuviste un noviazgo largo y cuando empezaste a trabajar decidieron casarse, pero una cosa era ser novios y otra, muy distinta, la convivencia diaria. Tu esposa, decías, era exigente, desordenada y excesivamente dominante. Era muy bonita y ocupaba un cargo importante en una entidad bancaria. No tenían problemas económicos, pero el amor se había desvanecido.

Una noche, después de una reunión general de la empresa, algunos compañeros salimos a tomarnos una cerveza a un restaurante cercano; finalmente nos quedamos solos y te ofreciste a acercarme a mi casa. Yo llevaba un tiempo viviendo sola, como había sido mi gran sueño: la independencia. A los pocos días propusiste acompañarme a correr al parque al que yo iba los fines de semana. Sin proponérnoslo ese encuentro se volvió rutina. Los domingos, a las siete de la mañana, salía a encontrarme contigo y a hacer ejercicio. Un día, al regreso, te invité a tomar jugo en mi casa.

Te gustó el ambiente, dijiste que te sentías bien y durante la conversación comentamos la atracción que había entre los dos. Al revelarnos nuestro sentimiento te expresé mi cautela ante la relación con un hombre casado. Te pedí discreción. No quería comprometer mi trabajo con mi vida personal. Era mejor tomar distancia y, si realmente estabas interesado en una relación formal conmigo, debías hablar sinceramente con tu esposa y pedirle el divorcio. Situación que no se hizo esperar. Creo que fui el detonante que necesitabas para tomar esa decisión. Afortunadamente no tenías hijos, eso hizo más fácil tu separación.

Así se formalizó nuestra relación. Te convertiste en mi amigo, en mi amante y en mi jefe. Con frecuencia dormías en el apartamento y siempre estábamos juntos. La mayoría de nuestros gustos coincidían. Por las noches salíamos a comer, a cine y a conciertos. Los fines de semana montábamos en bicicleta o nos íbamos a pasear a poblaciones cercanas.

Durante unos meses preferimos mantener en reserva nuestra relación en la oficina hasta cuando te anunciaron el traslado a la seccional de Santa Marta. Era una gran oportunidad laboral para ti. Decidimos que irías a ubicarte y si realmente te gustaba la ciudad, pensaríamos la posibilidad de solicitar mi traslado. Mi petición fue rechazada y nos encontramos ante la disyuntiva de mi renuncia o de continuar separados. Esta última opción era inviable. Estábamos tan enamorados que era imposible pasar un día sin vernos. Decidimos casarnos.

Conseguiste una casa linda en El Rodadero, con una preciosa vista al mar. Desde que la vi sentí que era el lugar idílico para iniciar una vida de pareja. Los primeros días los invertí en organizar nuestro «nido de amor», aunque siempre pensaba en que quería trabajar. La experiencia de tres años en una gran empresa me mostró los beneficios del desarrollo personal que se tienen al trabajar, de modo que cuando me ofrecieron un empleo en una multinacional no dudé en aceptar. Dos o tres veces por semana debía salir de la ciudad. Salía en la mañana y regresaba en la tarde y tú casi nunca tenías tiempo para almorzar en casa. Eso facilitó las cosas.

Llevábamos cuatro años de una gran armonía. Pensamos que ya era tiempo de buscar nuestro primer bebé; lo haríamos con calma, sin apresurarnos. Una tarde llegaron unos amigos de Bogotá, sabían que en el día no podíamos salir con ellos, pero en las noches íbamos a comer o a tomarnos unos tragos. Ese sábado programamos la ida a la playa, pero en la mañana, muy temprano, me llamaron de la oficina. Se presentó un inconveniente y era necesaria mi presencia, por lo menos durante la mañana. Te propuse que te fueras con nuestros amigos, yo iría más tarde. Ya conocíamos la parte de la playa que nos gustaba y luego iríamos a almorzar a un restaurante cercano.

Me apresuré a resolver los problemas de la empresa y llegué a la playa alrededor de las once de la mañana. Mientras parqueaba el carro vi que conversabas con un grupo de jóvenes. Me dio la impresión de que nuestros amigos te hicieron caer en la cuenta de que yo me acercaba. Te despediste del grupo y esperaste a que yo llegara. Dijiste que eran unas muchachas argentinas que estaban de paseo en Colombia. Tuve una cierta corazonada desagradable.

Un tiempo después empecé a notar situaciones raras. Siempre dijiste que no te interesaba el trabajo en el computador, que solo lo hacías por compromisos laborales y por eso nunca lo usaste en casa, pero empezaste a utilizarlo en las noches. Cuando manifesté mi extrañeza ante ese cambio dijiste que habías estado fuera de la oficina y como tenías tanto trabajo no habías tenido tiempo para revisar correos de clientes. Esa información la requerías para tus actividades del día siguiente. Lo entendí porque yo acostumbraba a leer los correos de mi familia y de mis amigas en las noches.

Ese cambio de actitud tuyo se intensificó y más de una vez me acosté a dormir y te quedaste «leyendo noticias». Hasta un domingo inolvidable que tuviste que salir a trabajar. Me quedé sola; almorcé, dormí un rato y luego decidí enviar algunos correos. Cuando terminé, tuve una catastrófica idea: abrir el tuyo. Nunca lo había hecho. Me consideraba una persona respetuosa de la vida privada de los demás; sin embargo, me picó la curiosidad. Sabía tu dirección electrónica, pero no sabía tu clave. Se me ocurrió escribir el número de tu cédula y ¡pluf! lo abrí. Dudé un momento entre leer o no leer, pero un nombre de mujer, Marcela, repetido muchas veces llamó mi atención.

Leí el último correo. Ella te contaba que la noche anterior había estado en una confitería con unos amigos. Te decía que te había recordado y que hubiera querido que estuvieras a su lado. El mensaje era bastante cariñoso y eso me motivó para seguir leyendo los demás. La ansiedad que me generaba la lectura me llevaba a abrir otro y otro hasta que los leí todos. Era aquella muchacha que habías conocido en la playa, el día que estábamos con Mabel y con Rodrigo. Estuvo hospedada en un hotel y ese sábado en la tarde fuiste a verla. Al día siguiente la invitaste a almorzar y el lunes la acompañaste al aeropuerto cuando regresó a Buenos Aires con sus compañeros de excursión. A partir de ahí hubo una comunicación permanente. Ella te contaba lo que hacía, lo que estudiaba (era universitaria) y los lugares a donde iba. Tus correos eran más cortos. Le hablabas de tu vida laboral, algunas veces le contabas de tus viajes, pero siempre eras muy cariñoso. Con frecuencia le manifestabas tu deseo de volverla a ver.

Después de leer todos los correos quedé como clavada en la silla. No era capaz de moverme. No podía llorar. Sentía la cabeza caliente, la cara me hervía y el resto del cuerpo lo tenía helado. Volvía a leer los enviados, los recibidos y en cada uno confirmaba la atracción y el sentimiento romántico expresado por los dos durante esos tres meses. También me di cuenta de que algunas noches chatearon. Empecé a atar cabos. Yo había presentido que algo pasaba. Mi intuición femenina no había fallado. No sé cuánto tiempo estuve ahí, leyendo, releyendo. Hasta que me pude poner en pie. No sabía qué hacer, caminaba por toda la casa; parecía enjaulada. Me faltaba el aire, quería gritar, llorar, morirme.

Decidí servirme un trago de whisky del que tenías en el bar. Me lo tomé con sed, todo de una vez. Serví otro y lo tomé más despacio. Me asomé a la ventana y miraba sin ver. Tenía la cabeza en blanco, no podía pensar. Salí a caminar por la playa y terminé corriendo y llorando. Cuando me sentí agotada descansé en una banca y frente al mar decidí que no te iba a decir nada. Iba a esperar a serenarme y luego tomaría una decisión. Al llegar a casa ya habías llegado. Me notaste un poco rara, te dije que estaba cansada del ejercicio. Me creíste.

A partir de ese día mi vida cambió. Veía tu infidelidad en todos tus movimientos, en todas tus conversaciones. Tuve que hacer un gran esfuerzo para aparentar tranquilidad. Hasta cuando hacíamos el amor pensaba que preferías hacerlo con ella. Una noche, en medio de mi desvelo, tuve una desastrosa idea: interceptar la comunicación entre ustedes dos. Averigüé cómo hacerlo y un fin de semana que tuviste que viajar a Bogotá le envié un correo a ella, con una nueva dirección. En él tú le decías que tu esposa había leído los correos y que, por lo tanto, habías tenido que abrir una nueva cuenta para escribirle y decirle que era necesario terminar la relación. Escribí un correo muy emotivo en el que le agradecías todos los sueños que ella te había despertado, pero que era necesario olvidarse. A ti te escribí también, desde un nuevo e mail (haciéndome pasar por ella) y te dije que se había bloqueado el correo y que de ahora en adelante te escribiera a esa nueva dirección. Así pasé a ser tu enamorada argentina. Copié todos los correos que ella te había enviado para imitar su estilo y empezó todo…

Con frecuencia en mi oficina abría ese correo para leer lo que tú le habías escrito. Tú contestabas en el mensaje que ella te enviaba, eso facilitó mi lectura. También abría tu correo original y tenía especial cuidado de comprobar que no estuvieras en tu oficina en ese momento. Esa persecución se volvió un tormento. Muchas veces, cuando tenía que salir de la ciudad o de la empresa, entraba a los sitios de Internet para abrir el correo y leer los mensajes que tú le enviabas a ella. Esa comunicación contigo fue subiendo de tono porque la tuya también era, cada vez, más expresiva. Mi estado emocional se alteró completamente. Nuestra relación se enfrió, es posible que mi estado de ánimo también influyera, aun así, te veía contento. Todas las noches mirabas tu correo y escribías notas cariñosas, enviabas tarjetas dicientes. Estabas enamorado.

Yo perdí el apetito, el interés por el trabajo y por todo en general. Solo quería estar al frente de un computador. Con frecuencia te preguntaba por nuestra relación; tú decías que estaba bien. Alguna vez te pregunté si había otra persona que te interesara y siempre negaste. El día que te preguntaba me traías un regalo, un chocolate o me invitabas a comer. Percibía una cierta sensación de culpa en esos detalles. Sentí que esa situación ya no la podía aguantar más. Lloraba con frecuencia, bajé de peso y hasta perdí el interés por la ropa. Me ponía cualquier cosa con tal de salir rápido de la casa; a veces hasta ni me maquillaba. Todos notaron mi cambio.

Creí que se había llegado el momento de separarnos. Tu infidelidad era insoportable, hasta que un día, conversando contigo, dijiste que me notabas un poco cansada y sugeriste que pidiera una licencia y me fuera un tiempo para Bogotá, tal vez el cambio de clima y la cercanía con mi mamá y con mis hermanas me haría bien. Yo pensé que tú estabas buscando alejarme para poder comunicarte más tranquilamente con tu enamorada.

Viajé a Bogotá, allá fue peor. Mis hermanas salían a trabajar y yo me quedaba con mi mamá y con su empleada. No acepté invitaciones ni visitas. Mi familia comentó que me había vuelto adicta al computador. Solo de vez en cuando veía un programa de Nat Geo, sobre fauna. Es asombrosa la forma de defenderse y de atacar que tienen los animales. Una tarde presentaron un documental sobre avispas. Me impresionó su imagen. El cuerpo es igual al de los demás insectos, pero el color cambia dependiendo de la especie. Esta era de un amarillo oscuro, casi anaranjado, con manchas negras. Seis patas y cuatro alas; dos antenas delgadas, negras, unidas a la cabeza, dos grandes ojos compuestos y mandíbulas que utiliza para morder en el ataque, en la defensa y en la alimentación. Esos eran los únicos momentos en los que dejaba de pensar en lo mismo.

La situación era insostenible y la propuesta que le hiciste a Marcela me disparó. Le dijiste que querías verla y que la invitabas a pasar unos días en Curazao. Tú le enviarías el pasaje y cubrirías sus gastos. Al aceptar la invitación ella te dijo que compraría un pasaje y que tú le compraras el de regreso cuando se encontraran. La semana siguiente la comunicación se centró en la organización del encuentro. A mí me dijiste que ibas a una convención. Tuviste la precaución de invitarme para disimular la situación, pero yo no acepté y te comenté que iba a aprovechar tu viaje para hacer uno al Amazonas.

Días antes en una conversación con la empleada de mi mamá me contó que su hermana se iba para Estados Unidos. Al entrar en detalles, en secreto, me confesó que ella había conseguido un pasaporte falso porque ya una vez le habían negado la visa. Justo me dio los datos que necesitaba sobre la forma de conseguir uno para mí; le dije que era para una amiga de Santa Marta que iba a venir. No fue fácil conseguirlo e implicó gastar mis ahorros. La foto que tenía era la de una mujer rubia, de pelo corto, muy diferente a mí.

Los dos vuelos, el tuyo y el mío, partían de Bogotá, de modo que nos encontramos allí. Mi mamá y tú me llevaron al aeropuerto; tu avión salía al día siguiente y aprovechaste para dormir en la casa de tus padres. Ellos te acompañaron a El Dorado. Yo viajé a Leticia porque les dije que de allí partía mi excursión por el río Amazonas y que tenía como base el Parque Nacional Natural Amacayacu, y eso imposibilitaba mi comunicación telefónica. Era un recorrido de seis días. Todos comentaban que les parecía un delicioso viaje y que nos iba a permitir el descanso, tan merecido, a los dos.

Yo sabía que tú viajabas en la mañana a Curazao y Marcela te dijo que salía de Buenos Aires, hacía una escala en Lima y llegaba a Curazao en la noche. Yo dormí esa noche en Leticia y al día siguiente volé a Medellín y luego a Curazao. En el aeropuerto José María Córdova presenté el pasaporte falso y en Curazao me hospedé en el mismo hotel, en la habitación contigua a la que tú habías reservado. A las diez de la noche golpeé en la puerta de tu habitación y todavía tengo en la mente tu cara de espantada sorpresa. Aún sin cerrar la puerta mirabas para afuera como esperando que alguien llegara.

Recuerdo que te dije: «No te preocupes que nadie va a llegar. Tranquilízate que te voy a explicar todo». Entré muy segura de lo que hacía. Abrí la nevera de la habitación, destapé una botella y serví dos tragos. Lo necesitábamos. Tú estabas muy bien vestido, recién afeitado y con un olor delicioso a la loción que te gustaba y que yo siempre te regalé. Esos tres primeros tragos te los tomaste casi sin darte cuenta. Estabas tan nervioso que no podías coordinar tus movimientos.

Con una tranquilidad inimaginable en mí empecé a contarte, paso a paso, todo lo que había hecho en estos últimos cinco meses. Tú no hablabas, me mirabas aterrorizado y desocupabas el vaso; yo me encargaba de volverlo a llenar. En un primer momento te pusiste furioso, me acusaste de haber violado tu intimidad, intentaste golpearme, pero te contuviste. Más tarde lloraste, no sé si por rabia o por frustración. Se te empezaron a poner los ojos rojos; siempre dijiste que más de tres tragos te emborrachaban y eso era lo que yo buscaba.

Cuando vi que el nivel de alcohol era superior al que estabas acostumbrado, te dije que te pusieras cómodo y te ayudé a desvestir. Saqué de tu valija una pantaloneta, te sugerí que te quedaras sin camiseta y te ayudé a recostar en la cama que yo ya había preparado. El impacto emocional además del whisky que habías consumido hicieron que rápidamente te durmieras. En ese momento saqué las avispas venenosas que había llevado en un recipiente especial y empezaron a revolotear por toda la habitación. No tardaron en acercarse a tu cuerpo y picarte varias veces. Quisiste levantarte, pero la asfixia que te ocasionó el veneno no te lo permitió y caíste en el tapete que había al lado de la cama. Observé que algunos de los insectos quedaron debajo de tu cuerpo. Esperé un tiempo, lavé el vaso que había usado, abrí la ventana, la dejé abierta, y me fui a mi habitación Yo me había protegido con anticipación. En la mañana sentí que había una agitación exagerada en el corredor. Al salir una de las empleadas del servicio me informó que al huésped de la habitación contigua le había dado un ataque y se lo habían llevado al hospital, pero que realmente ya estaba muerto.

Yo bajé a la recepción, pagué la cuenta y regresé a Leticia. Al llegar a Bogotá, en el aeropuerto me esperaban mi mamá y mis hermanas. No sabían cómo darme la noticia y yo actué como realmente se esperaba. Me desmayé, lloré y me tomé un tranquilizante. Cuando pude preguntar qué había pasado me informaron que te habías emborrachado en el hotel y que, posiblemente, al sentir mucho calor, abriste la ventana, y entraron unas avispas a las que eras alérgico.

 

Norha Stella Mendieta V.

 Publicado el 23 de diciembre de 2019 en el libro Antología de talleres literarios de la Biblioteca Pública Piloto

 

 

 

miércoles, 23 de noviembre de 2016

La esposa del coronel


El 17 de diciembre de 1996 catorce guerrilleros del grupo terrorista MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) se toman la residencia del embajador de Japón con sus ochocientos invitados: diplomáticos de varios países, oficiales del gobierno, militares de alto rango, y ejecutivos peruanos y extranjeros. La mayoría de ellos fueron liberados en los dos primeros meses, pero setenta y dos permanecieron retenidos hasta la incursión militar liderada por el entonces presidente Alberto Fujimori.

Ana María, una educadora y antropóloga peruana que dedica su vida a apoyar a las mujeres víctimas de la violencia generada por Sendero Luminoso y por los militares, vive en carne propia la toma y posterior liberación de la Embajada. Fernando, su esposo, fue uno de los ciento cuarenta comandos que ingresaron, por túneles, a la residencia. A través de estas 294 páginas, Ana María nos relata los antecedentes de esta historia de dolor que vivió Perú, y su experiencia durante los cuatro meses que antecedieron a la Operación Chavín de Huántar.

Un relato de Perú nacerá en Belén

El parque Biblioteca es el sitio donde Norha escribe, lee
                               e investiga todos los días.
Foto Edwin Bustamante


La esposa del coronel es el título de la segunda novela de Norha Mendieta, una vecina que desde su jubilación ha dedicado la vida a las letras. El lanzamiento de la obra será el 17 de este mes, a las 5:30 p.m., en el Parque Biblioteca.


Por Jessica Serna Sierra





Cada historia en la vida de Norha Mendieta es como un cuento. Desde su carrera como fonoaudióloga y docente de la Universidad de Antioquia, pasando por sus acercamientos al deporte, el piano, la modistería y la escritura, hasta la forma en que conoció a su esposo Pedro del Río.
Todo comenzó con un viaje que hizo en 1977 a Montevideo, para estudiar una especialización en educación de niños sordos. Allí un compañero peruano los invitó a ella y a otras personas del curso a su matrimonio con una uruguaya. Lo que no imaginaban ni Pedro ni Norha era que 30 años después se volverían a encontrar, él divorciado y ella soltera y recién pensionada, regresando para escribir una novela basada en esa temporada de la dictadura militar que vio con inocencia durante su época de estudiante.
Lo que siguió fue el matrimonio en San Andrés y la publicación de El ayer que permanece, el primer libro de Mendieta, que fue resultado de un trabajo arduo y constante, de reescritura y conocimiento del universo de la producción literaria, donde, más allá de la historia, los correctores de estilo y las editoriales tienen mucho que ver.
En el primer viaje que hizo a Perú, para conocer la familia y los amigos de su esposo, Norha se enteró de una operación militar llamada Chavín de Huántar ocurrida en 1997, en la que el entonces presidente Alberto Fujimori lideró el rescate de los rehenes que estaban en manos del grupo terrorista MRTA, en la residencia del embajador de Japón en ese país.
A Norha le interesó tanto la historia, que decidió que ese sería el tema de su segunda novela, La esposa del coronel, en la que una antropóloga y educadora llamada Ana María narra la historia de dolor que vivió el país y su experiencia como esposa de Fernando, uno de los comandos participantes de la operación, en los meses previos a la liberación de los rehenes.
La novela, cuyo lanzamiento será el próximo miércoles 17 de agosto, también fue resultado de un viaje, pues la escritora decidió pasar una temporada de 6 meses en Lima, con el fin de describir de primera mano los ambientes, el clima, las comidas y las costumbres del lugar.
“A mí los viajes me dan el sentimiento para escribir sin pensar que estoy copiando la información de un libro o de internet, sino que es mi propia vivencia”, dice Mendieta y explica que, aparte de un diario de viaje sobre la experiencia de Perú, que está preparando con su mentor Ignacio Piedrahita, está planeando también un viaje a España para investigar sobre una historia de la guerra civil sobre la cual quiere escribir.
Aunque está basada en un hecho histórico, la novela tiene elementos de ficción, como la historia del matrimonio y los otros 2 personajes centrales, Manolo y Eduardo. “Ninguno existió, pero tienen los nombres de nuestros amigos peruanos. A ellos les da risa porque las características personales y físicas sí son las mismas, ellos son los 3 amigos que se criaron en el Parque de la Media Luna, que es portada del libro”.
Como escritora, Mendieta ha mostrado inclinación a las novelas históricas, tal vez porque como lectora ese también es su género favorito. “A mí toda la vida me gustaron las novelas que tenían algo de historia, yo investigaba si era cierto o cómo había pasado la verdad”, explica Mendieta y añade que precisamente por ese interés de estimular en otros la imaginación, de aprender constantemente de sus personajes y de sus propias capacidades, decidió dedicarse por completo a esta labor.

 Entrevista publicada en la revista Gente. 5 agosto de 2016

viernes, 7 de noviembre de 2014

Puntadas de una espía española


Imagen que publicó la revista Cronopio 

Publicada en la edición 54 de la revista Cronopio (septiembre de 2014)


Puntadas de una espía española
El tiempo entre costuras
María Dueñas (2009)
Editorial Temas de hoy
475 páginas
Siempre me han gustado las novelas históricas. Es una posibilidad de aprender mientras hago lo que más me gusta: leer; y las disfruto mucho más cuando la narración está bien escrita, cuando se combinan escenarios, hechos y personajes reales con la ficción del escritor. Esta combinación me lleva a investigar y a descubrir sucesos, y si no fuera por el interés que me suscita el tema de este tipo de novelas, no me motivaría a profundizar en la historia verdadera. Fue lo que me sucedió cuando leí El hombre que amaba a los perros escrita por Leonardo Padura, (sobre Lev Davidovich Bronstein —León Trotsky—), El Imperio eres tú escrita por Javier Moro, (sobre Pedro I), ganadora del Premio Planeta 2011 y lo que intuyo que puedo encontrar en Prohibido entrar sin pantalones de Juan Bonilla, (sobreVladimir Maiakovski), ganadora de la Primera Bienal de Novela de Lima 2014.
La novela El tiempo entre costuras nos remonta a unos años antes de la Guerra Civil Española porque el personaje principal es una joven llamada Sira Quiroga nacida en Madrid en 1911. En esa época el rey era Alfonso XIII, quien nació siendo rey, pero asumió el poder a los 16 años, en mayo de 1902.
Desde las palabras con las que se inicia el primer párrafo («Una máquina de escribir reventó mi destino») percibí la historia de una mujer, pero nunca me imaginé que su narración me llevaría de Madrid al norte de África, a Tetuán y a Tánger, lugares alejados de nuestros intereses turísticos, en donde existió el Protectorado Español desde 1812 hasta 1956 cuando Marruecos logró su independencia; y a una breve pero intensa estadía en Lisboa.
La Guerra Civil Española ha suscitado innumerable bibliografía: textos históricos, novelas, cuentos, poemas… y esta novela, a pesar de que habla de la guerra, no es una narración bélica. Las amplias y bien logradas descripciones de cómo vivió la gente en España durante esa época y en Marruecos, cuyo ambiente exótico y cosmopolita reunió personas de varias nacionalidades (españoles, ingleses, alemanes, árabes…) se mezclan, en forma hilada, fluida y coherente con sentimientos profundos generados por el amor, el desamor, las traiciones, las aventuras, la corrupción, la intriga, el misterio, la ternura y el espionaje.
La infancia y la adolescencia de Sira Quiroga pasan rápido, solo nos deja clara su procedencia humilde pero cómoda y feliz, con las dificultades que vive una costurera asalariada para criar a su hija; y el aprendizaje que, desde los doce hasta los veinte años, tuvo en el negocio de una señora que cosía prendas excelentemente cortadas y cosidas para las señoras distinguidas de Madrid, en donde trabajaba la madre.
Esas circunstancias no le generaron, a Sira, grandes proyectos para el futuro. Por lo tanto, cuando tenía veinte años y recién se declaró la Segunda República Española (régimen político democrático que existió en España desde 1931 hasta 1939, fecha en la que terminó la Guerra Civil Española dando paso a la dictadura del general Francisco Franco) conoció a Ignacio y dos semanas después empezaron a hablar de matrimonio.
Pocos días antes de la boda, en vista de que la situación política española obligó a burgueses y a aristócratas a salir de la capital y en muchos casos del país, el taller, ante las dificultades económicas que vivía la sociedad, tuvo que despedir a todas las costureras. Ignacio le propuso a Sira ir a un almacén a comprar una máquina de escribir para que la aprendiera a manejar y acceder así a un cargo en el gobierno.
[…] Cómo podríamos ser conscientes de que con aquel acto tan simple, con el mero hecho
de avanzar dos o tres pasos y traspasar un umbral, estábamos firmando la sentencia de
muerte de nuestro futuro en común y torciendo las líneas del porvenir en forma
irremediable (Dueñas, 2009, p. 13).
La atracción desbocada que otro hombre le hizo sentir la lleva a conocer un tipo de vida; a cancelar el matrimonio, a independizarse de la madre, a visitar otros lugares de Madrid con sus locales sofisticados, los sitios de moda, los espectáculos, los restaurantes y la vida nocturna.
Las circunstancias posteriores (una gran herencia entregada por el padre, hasta ese momento desconocido, y un premeditado engaño) la llevaron, pocos meses antes del Golpe de Estado de 1936, a Tánger, una ciudad que se mantuvo siempre independiente, desde el punto de vista administrativo, del Protectorado español. Y allí fue como, también, Sira Quiroga aprendió que «en cualquier momento y sin causa aparente, todo aquello que creemos estable puede desajustarse, desviarse, torcer su rumbo y empezar a cambiar» (p.47).
Otro giro del destino, esta vez mucho más cruel, la lleva a la ciudad de Tetuán, capital del «Protectorado español en Marruecos». Allí, sola, abandonada, abrumada por unas deudas ajenas y con el riesgo de entrar en prisión, recibe el apoyo de una «matutera», quien descubre en ella sus grandes habilidades para la costura.
Con un dinero conseguido de forma oscura e ilegal, Candelaria, «la matutera», le ayuda a Sira a montar un taller de alta costura y ese oficio le permite establecer una relación de amistad con Rosalinda Fox, la amante de Juan Luis Beigbeder, ministro de Asuntos Exteriores durante la primera etapa del franquismo. Las reuniones frecuentes con ellos le dan la oportunidad de conocer a Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco, más conocido con el apodo de «Cuñadísimo», y al jefe de la inteligencia británica en España, Alan Hug Hillgarth. Tales personalidades llevan a Sira a forjar una nueva identidad y a comprometerse en una situación de espionaje en la que las telas, los diseños y la moda son la fachada que le permite enfrentar los peligros de su misión.
La evolución personal de Sira a lo largo de la novela es formidable. De aquella muchacha sencilla, dependiente y tradicional pasa, a través de errores y sufrimientos, a ser una mujer fuerte que asume firmemente las riendas de su vida y que luego de entregar el resultado de su trabajo piensa:
[…] En sus ojos había visto fraguarse una imagen distinta de mí: su fichaje más
temerario, la costurera inexperta de potencial prometedor, pero incierto, se le había
transformado de la noche a la mañana en alguien capaz de resolver cuestiones
escabrosas con el arrojo y el rendimiento de un profesional. Tal vez careciera de método
y me faltaran conocimientos técnicos; ni siquiera era una de los suyos por mi mundo, mi
patria y mi lengua. Pero había respondido con mucha más solvencia de lo esperado y eso
me ponía en una nueva posición en su escala.
 Tampoco era exactamente alegría lo que notaba clavado en los huesos mientras
los últimos rayos de sol acompañaban mis pasos de vuelta a casa. Ni entusiasmo, ni
emoción. Quizá la palabra que mejor encajara en el sentimiento que me invadía fuera
orgullo. Por primera vez en mucho tiempo, tal vez por primera vez en toda mi vida,
me sentía orgullosa de mí misma. Orgullosa de mis capacidades y de mi resistencia,
de haber superado airosamente las expectativas que sobre mí existían. Orgullosa al
saberme capaz de aportar un grano de arena para hacer de aquel mundo de locos un
sitio mejor. Orgullosa de la mujer que había llegado a ser. (pp. 451-452).

Esta novela, que encontré en la red, escrita en primera persona, tiene una secuencia temporal lineal, con algunas referencias al pasado, y un excelente manejo de los diálogos combinados con la narración de todas las situaciones, sensaciones y emociones que Sira vive en los diferentes lugares. El estilo poco común de describir los lugares, las personas y sus atuendos, las comidas y las costumbres motivan al lector a conocer y a aprender sobre Marruecos. La presentación de los personajes históricos con las reales características físicas, personales y emocionales reflejan una documentación e investigación exhaustiva que, combinados con la ficción, le dan una gran credibilidad a la historia.
La autora lleva de tal manera la historia que la atención no decae en ningún momento. En las 475 páginas, no encontré ningún bajón en el interés que me proporcionó la novela desde que la empecé a leer.
Luego de cuatro partes, de sesenta y nueve capítulos y de un resumen, María Dueñas nos presenta un epílogo en el que el lector tiene la posibilidad de acomodar el final, seleccionándolo de varias opciones y nos cuenta el desenlace de la vida de cada uno de los personajes reales. Finalmente, en dos páginas, la autora escribe unas notas en las cuales hace un reconocimiento a las fuentes que le permitieron escribir la parte histórica de la novela, de una manera rigurosa y detallada.
Por otro lado, la crítica que se hace a la adaptación cinematográfica de las novelas es, con frecuencia, negativa, porque preferimos dejar que sea nuestra imaginación la que recree las situaciones, pero hay algunas películas que nos han impactado tanto como la lectura. Es el caso de El niño con el pijama de rayas, novela escrita por John Boyne; la película fue dirigida por Mark Herman. Otro ejemplo es Soldados de Salamina, escrita por Javier Cercas, adaptada por el director de cine español David Trueba y estrenada en 2003. Cuando me enteré que la cadena de televisión española Antena 3 estaba presentando una miniserie, compuesta por once episodios, de la novela El tiempo entre costuras, la busqué en repetidas ocasiones, pero solo logré ver algunos avances de capítulos de dos o tres minutos cada uno. En ellos logré ver localizaciones reales, vestidos de la época y decorados muy bien tratados que me ayudaron a recrear mucho más la historia. Al terminar la serie, en octubre de 2013, Antena 3 consiguió el beneplácito del público español que consideró que fue el mejor estreno de la temporada y volvió a situar el libro como la obra más leída en el año 2012.
Más que la narración en sí y la superación personal de una mujer (Sira Quiroga), la lectura de esta historia me generó una especial admiración hacia la escritora María Dueñas. No es frecuente encontrar «una escritora tardía y de arranque súbito», como ella se cataloga, que logra que su primera novela, El tiempo entre costuras, haya vendido más de un millón de copias y haya sido traducida a más de veinte idiomas.
Es posible que su profesión, la filología, y su actividad permanente como docente universitaria le hayan proporcionado parte de los elementos que se requieren para escribir, pero hay otras condiciones específicas que utiliza tales como el ritmo, la acción permanente, la estructura en pequeños capítulos que terminan en situaciones intrigantes, la descripción de escenarios geográficos fascinantes, de personajes interesantes, tanto los reales como los ficticios, y el manejo de los diálogos, que consiguen desarrollar en el lector una cercanía afectiva con la narración. Todas estas condiciones me motivan a la lectura de su segunda novela Misión olvido.





martes, 3 de junio de 2014

El asesinato de Trotsky

Reseña publicada en la 49° edición de la Revista Cronopio.
 Abril 2014  


         


 El hombre que amaba a los perros
 Leonardo Padura Fuentes (2009)
 Maxi Tusquets Editores          
 765 páginas








La historia, analizada por politólogos, sociólogos, historiadores, filósofos y hasta teólogos, no duda en afirmar que el siglo xx ha sido el centenario con más violencia política reflejada en los monstruosos conflictos internacionales como la Primera y Segunda Guerra Mundial, la invasión norteamericana a Vietnam, las guerras civiles y los conflictos étnicos y religiosos.
Esas guerras fueron crueles y destructivas hasta la saciedad. La maldad humana, sedienta de poder y de conquista de territorios, no tuvo respeto por los valores humanos ni misericordia con los enemigos. Las potencias mundiales, además de innovar sus armas, crearon otras de destrucción masiva como las bombas atómicas, las de hidrógeno, los gases y armas químicas que acabaron con pueblos y con millones de seres humanos.
Los líderes de esas batallas, al desarrollar su personalidad patológica, generaron destrucción, terror y muerte. Todos quisieron ser los dueños absolutos del poder y cuando surgió un posible competidor fue acusado, inmediatamente, de traidor y, por lo tanto, merecedor de la pena de muerte. Hablamos de genocidas como Stalin, Hitler, Mao Tse Tung, Pol Pot, Pinochet, Mussolini, Videla, Franco…
Entre los millones de muertos que dejaron esas tiranías hay asesinatos planificados con anticipación y realizados sin piedad. Recordemos el de Aldo Moro, el de Gandhi, el de John F. Kennedy, el de Luther King, el de Federico García Lorca y en Colombia el de Jorge Eliécer Gaitán, el de Luis Carlos Galán…, pero la lista es interminable.
La lectura de la novela El hombre que amaba a los perros nos lleva a revivir la experiencia histórica, intensa y duradera que nos dejó la ideología de izquierda desarrollada en la Unión Soviética, en la Guerra Civil Española y en la Segunda Guerra Mundial.
Stalin, político ambicioso, movido por sus ansias de poder y no por ideales revolucionarios, logró, con la simpatía de Lenín, el cargo de secretario general del partido comunista. A la prematura muerte de Lenín se declaró su sucesor, cargo que le correspondía a Trotsky.
Lev Davídovich Bronstein, más conocido como León Trotsky, político y revolucionario ruso, de origen judío, se enfrentó política e ideológicamente a Stalin. Lideró la oposición de izquierda lo cual lo llevó al exilio y a su posterior asesinato.
Es sorprendente la capacidad que tiene Leonardo Padura para conseguir que el lector, conocedor de la forma en que Trotsky fue asesinado, se emocione tanto con la lectura de esta novela y no pierda, en ningún momento, el interés por conocer los detalles.
En setecientas sesenta y cinco páginas, el autor nos cuenta, en forma simultánea y perfectamente construida e intercalada, la historia de tres personajes. Pensaríamos que la de León Trotsky sería la principal, pero la narración está tan bien lograda que cada una de ellas nos genera sentimientos especiales, diferentes, fuertes.
El odio de Stalin persigue a Liev Davídovich a través de todos los lugares testigos de su exilio. Inicialmente es deportado a Kasajistán, luego Turquía le daría asilo y así, durante cuatro años vivió, con su familia, en la isla de Prínkipo, enclavada en el Mar de Mármara, a unos treinta kilómetros de la ciudad de Estambul. Luego viajó a Francia y a Noruega para, finalmente, conseguir el asilo político en México en el año 1937. Allí, Diego Rivera y Frida Kahlo lo acogieron en su casa de Coyoacán. En esos once años de destierro Trotsky tuvo que sufrir la desaparición y muerte de todos sus hijos y la tortura y ejecución de casi todos sus amigos y sus familias, con quienes había luchado contra el sistema estalinista.
Me impactó la cercanía con la realidad que tiene el escritor al narrar los detalles de la persecución a la que fue sometido Trotsky y la exhaustiva preparación de su asesino. Este seguimiento nos confirma la minuciosa documentación que realizó el autor para contarnos una historia; para encuadrar, acertadamente, algunos elementos de ficción necesarios en la reconstrucción de aquellos incidentes que se han mantenido en secreto; y para sostenernos, todo el tiempo, interesados.
Un segundo personaje de la novela es el asesino: el catalán Ramón Mercader. Un militar hispanosoviético hijo de una familia pudiente; un hombre duro, de convicciones profundas. Su padre era un industrial catalán y la madre, nacida en Cuba (cuando Cuba era una colonia de España) era una mujer posesiva, vengativa y cargada de odio. Ramón asistió a colegios elitistas en donde recibió una educación conservadora.
Caridad del Río, la madre, nunca encajó en el ambiente burgués y en 1929 empezó a frecuentar grupos comunistas y anarquistas. Dos años después se separó de su esposo y se fue, con sus hijos, a Francia. Allí empezó la relación de Ramón con el comunismo soviético. Al iniciarse la Guerra Civil Española, Ramón se vinculó al Ejército Republicano y en 1937 viajó a la Unión Soviética.
Recomendado por su madre, para realizar la Operación Pato, fue entrenado en Moscú y convertido en gentleman, políglota (hablaba perfectamente español, catalán, francés, inglés y ruso) y obediente soldado revolucionario ruso.
Con la nueva personalidad llegó a París y enamoró a Sylvia Ageloff, judía, norteamericana de origen ruso, secretaria esporádica de Trotsky. Con ella viajó a Estados Unidos, luego a México y, de manera astuta, manipuladora y con un excelente manejo de la farsa del amor, consiguió la entrada a la casa donde vivía Trotsky. Aparentando un desinterés total consiguió que tanto la esposa de Trotsky, Natalia Sedova, como el cuerpo de vigilancia le permitieran la entrada sin ninguna restricción.
Las diez páginas de la novela en las cuales Leonardo Padura relata la visita de Ramón Mercader a León Trotsky en donde tiene la posibilidad de asesinarlo, pero prefiere acatar la orden de su jefe y llevarlo a cabo tres días después, contienen tanta tensión que es imposible no sentirse contagiado de la angustia del asesino.
[…] En ese instante Ramón Mercader sintió que su víctima le había dado la orden. Levantó
el brazo derecho, lo llevó hasta más atrás de su cabeza, apretó con fuerza el mango recortado
y cerró los ojos. No pudo ver, en el último momento, que el condenado, con las cuartillas
tachadas en la mano, volvía la cabeza y tenía el tiempo justo de descubrir a Jacques Mornard
mientras éste bajaba con todas sus fuerzas un piolet que buscaba el centro de su cráneo.
El grito de espanto y dolor removió los cimientos de la fortaleza inútil de la avenida Viena.
(Padura, 2009, p. 644).
El tercer personaje importante de la novela, el narrador, es el cubano Iván Cárdenas. Un escritor frustrado, profundo creyente de la revolución, que acostumbra a pasear por la playa para distraer su sentimiento de fracaso. En una de esas caminatas se encuentra con un hombre que pasea dos hermosos perros Borzoi. Por su oficio de veterinario se siente atraído por ellos e inicia conversación con el dueño. En los encuentros posteriores, el propietario de los perros, Ramón Mercader, descubre el interés literario de Iván y, a través de varias citas, le cuenta su historia, pero relatada en tercera persona. Poco a poco Iván descubre la verdadera identidad del dueño de los perros y a pesar de tener una excelente historia en sus manos prefiere ocultarla por el miedo que le produce escribir sin libertad. El encuentro con el asesino de Trotsky no hizo sino avivar sus dudas, desilusiones y rabias mientras cuenta cómo fue la vida en la Cuba de los 90 en donde personas como él se sintieron engañadas y utilizadas frente a una utopía que no existía.
El hombre que amaba a los perros es esencialmente una novela porque habla de los sentimientos de los personajes, de sus deseos, de sus frustraciones y entra en los conflictos individuales de cada uno. Ramón Mercader que llega al asesinato por mantener una creencia; Trotsky que decide seguir fiel a una ideología e Iván porque le cae encima el peso de una historia.
La novela es conmovedora y es imposible terminarla y no quedar, por un buen tiempo, con su recuerdo y con una gran necesidad de reflexionar acerca de la desilusión de cada personaje al descubrir tantas mentiras a las que estuvieron sometidos y a su cuestionamiento de si valió la pena lo vivido.


Retorno a la naturaleza



Primero estaba el mar
Tomás González (2011)
 Editorial Punto de lectura
 204 páginas
Hace unos días me invitaron a un conversatorio con Tomás González, en la Universidad Pontificia Bolivariana. Acepté encantada porque, conocer y oír directamente los comentarios que hace un escritor sobre su trabajo, es una gran oportunidad que no se puede desaprovechar, especialmente cuando existe cierta empatía adquirida a través de la lectura de algunas de sus obras.
No era mucho lo que sabía de él. Solo que es sobrino de Fernando González, el escritor, filósofo, diplomático y abogado conocido como el Brujo de Otraparte. Ese solo dato me hacía pensar en una importante herencia de escritor. Hace un tiempo, leí La luz difícil, escrita por Tomás González en 2011, y me sentí atraída por su estilo. Por eso, las respuestas que dio a los panelistas, el día del conversatorio, me parecieron dignas de tener en cuenta.
Habló de la importancia de ser preciso en el uso de las palabras en el momento de escribir. Condición que yo asocio con su personalidad, es un hombre de respuestas cortas que no da rodeos ni se extiende en explicaciones. Considera que se puede escribir desde cualquier parte del mundo porque el artista tiene, en la mente, la materia prima de su trabajo. Insiste en la importancia de escribir por el disfrute de hacerlo no para conseguir fama ni reconocimiento, esto bajaría el nivel del escritor y lo llevaría a una especie de servilismo hacia el lector.
Al responder a la pregunta sobre cuál de sus obras prefería hizo un especial reconocimiento a su primera novela Primero estaba el mar porque siente que tiene la frescura de lo nuevo y no descartó la posibilidad de que la experiencia de escribir y publicar otras obras haya incidido en su estilo actual.
Luego de escuchar sus anécdotas, la relación que tienen algunos de sus personajes con miembros de su familia y las razones que lo han llevado a escribir salí interesada en leer esa primera novela suya publicada en 1983.
Me encontré con una narración relativamente corta: un libro del tamaño de media hoja de papel carta, doscientas cuatro páginas y una letra muy cómoda para la lectura. Inmediatamente me sentí atrapada por la historia; sabía que tenía relación con la muerte de su hermano y según leí en alguna entrevista que le hicieron, esa escritura le sirvió, un poco, para exorcizar su dolor.
La historia de J. empieza en el viaje que hace, con su compañera, a Urabá. Está cansado de la vida bohemia y sin sentido que ha llevado hasta ahora y sueña con vivir cerca al mar, alejado de los afanes cotidianos de la vida urbana. Va con la fantasía que todos los citadinos le damos a esa forma de vida: tranquilidad, playa, descanso. Describe, con lujo de detalles, los lugares por los que pasa, las diferentes sensaciones que le generan el calor, los malos olores, las dificultades en el transporte de las pocas cosas que componen su equipaje y el entusiasmo con el que organizaron su vivienda en la finca.
Su compañera, Elena, comparte el mismo sueño, pero la realidad, la cotidianidad, la actitud de los habitantes y las dificultades que, realmente, se viven en esos lugares fueron deteriorando su ilusión y su relación de pareja.
J., primero como un comportamiento social, empieza a tomar aguardiente con sus trabajadores, pero poco a poco encuentra en el licor una forma de evasión ante tantas complicaciones. Este vicio lo lleva también a la infidelidad, a los malos negocios y a la quiebra.
Elena tiene un carácter hostil, en ocasiones arrogante y violento y un lenguaje soez con el que ofende a J. y a la mayoría de los trabajadores. Finalmente el mayordomo y su esposa no la soportan más y deciden irse.
En ese momento, las necesidades de la finca ya eran muchas: el aserradero, los cultivos, el ganado y la tienda. J. necesitaba, con urgencia, un mayordomo. Un día apareció Octavio, un hombre viejo que nadie conocía y aunque no le gustó su mirada insolente y algo turbia decidió recibirlo, durante una semana, para evaluar su desempeño. Los primeros días Octavio se mostró trabajador, tenía bastante conocimiento del manejo de las fincas y se ganó el respeto de los trabajadores; poco después la obediencia surgía a partir del miedo. Al finalizar el período de prueba J. le dio el trabajo. Elena nunca aceptó a ese nuevo mayordomo ni a su mujer ni a sus cinco hijos y aunque le daba tristeza dejar a J., en ese invierno tan sombrío, decidió marcharse. Las peleas entre ellos se habían hecho más frecuentes y algunas veces llegaron a los golpes; ya se habían dañado demasiado el uno al otro.
La soledad y la impotencia ante el manejo de las plantaciones y de sus trabajadores lo hicieron pensar en la posibilidad de regresar a Medellín y buscar trabajo; se sentía cansado de la selva, de la lluvia y del ruido del mar.
Ante tantas atribuciones que el mayordomo se había tomado, J. decidió, en medio de una borrachera, despedirlo. Despido que significó el fin para J.
Al terminar de leer Primero estaba el mar me quedó una sensación de vacío, de haber asistido al desarrollo lento de una inexorable tragedia, pero escrita con una tal sencillez y claridad que logró sumergirme en la profundidad de ese conflicto. Recordé, entonces, las palabras de Tomás, en la UPB, ante la pregunta que le hicieron acerca de la frecuencia del tema de la muerte en sus obras. Comentó que era uno de sus planteamientos de vida, lo aprendió de su abuelo con quien sostuvo largas conversaciones y de quien recibió un gran ejemplo. Comentó que la intensidad de la vida sigue a pesar de la muerte, es la razón por la que los ausentes siguen presentes en la realidad de los que seguimos vivos.